La inversión en Colombia o formación bruta de capital fijo total cayó al 17,1% del PIB en el 2024, un nivel insuficiente para que la economía crezca con dinamismo. El nivel promedio desde los 60s oscila entre el 19-20% del PIB, pre-pandemia la cifra esta en el rango 20-22% del PIB. La cifra podría parecer técnica, pero detrás hay un mensaje claro: el país está dejando de sembrar para el futuro. Hoy solo hemos retrocedido, no por azar, sino por decisiones que minaron la confianza.
Tras un periodo restringido por el Covid mas la incertidumbre de Petro, serian mas de siete anos sin inversión contundente en el país. Ahora hay que volver a poder decir que el progreso también es un propósito de Colombia.
La inversión extranjera directa (IED) sumó en 2024 apenas US$13.800 millones, un 19% menos que en 2022. De ese monto, el 42% fue a hidrocarburos y minería. Pese a la retórica oficial de “transición energética”, son estos sectores los que siguen sosteniendo la entrada de dólares. Pero incluso ahí el capital llega con cautela: la incertidumbre sobre nuevos contratos de exploración mas el vaivén de regulaciones ambientales ahuyentan proyectos. Pasamos a importar gas.
El 23% de la IED fue al sector financiero, mientras que manufactura, agroindustria, y tecnología recibieron en conjunto menos del 20%. En la práctica, el país está dejando escapar oportunidades de diversificación productiva por una mezcla de improvisación regulatoria y mensajes hostiles hacia la empresa privada.
Hay excepciones: la inversión en tecnologías de la información creció 14%, y las energías renovables comprometieron US$1.200 millones. Pero buena parte de esos proyectos enfrenta retrasos por trámites y licencias que el gobierno no ha sabido agilizar.
La foto negativa está en los sectores que deberían ser motores de empleo. La industria manufacturera vio caer la inversión un 11%, la agroindustria un 9%. En el agro, la inseguridad jurídica sobre la tierra y la falta de infraestructura han sido agravadas por discursos que demonizan a los grandes productores, justo cuando se necesita inversión para modernizar y exportar.
En infraestructura, los cierres financieros de nuevos proyectos se han ralentizado. Las concesiones 4G y 5G avanzan por inercia, pero la falta de una política de Estado coherente y estable frena nuevas apuestas. La inversión pública, en lugar de compensar la debilidad privada, se diluye en gasto corriente.
Mientras tanto, nuestros vecinos nos superan: Chile invierte el 22% de su PIB, Perú el 21%, y Vietnam supera el 30%. La diferencia no está en la suerte, sino en las reglas claras. Allá, el inversionista sabe a qué atenerse; aquí, debe leer el diario cada mañana para saber si todo cambió. La receta actual de más incertidumbre, más improvisación y menos inversión esta logrando crecimiento anémico, empleo precario, y pobreza persistente.
Invertir es un acto de fe. Cuando el gobierno envía mensajes contradictorios, cambia las reglas sobre la marcha o legisla desde el prejuicio ideológico, el capital simplemente busca otras tierras. Si no entendemos esto, no necesitaremos una gran crisis para estancarnos: bastará con seguir administrando la desconfianza. Las elites de las minorías son muy importantes, pero en teoría el bien general debe primar sobre el particular.