Las brujas, congregadas en la noche de los árboles oníricos, saludan con ceremonia a Macbeth y a Banquo. Shakespeare nos saluda con sus brujas, lector, seamos dignos. Que la obra comience. A Macbeth le dicen que será rey de una Escocia que se duerme entre inmortales y altas tierras por donde se habrán de desbarrancar los sueños, y el caballo mismo, de William Wallace, como se han encargado de recordarnos hasta la náusea Mel Gibson y la monotonía del TVCable. Más amenas son las brujas de Bill.

Se cuentan los cuatrocientos años de William Shakespeare, quien falleció un 3 de mayo de 1616, pero en el calendario Juliano, que corresponde, en el católico calendario gregoriano, al mismo 23 de abril en el que falleció Miguel de Cervantes Saavedra. Pero volvamos a Macbeth, tomémosle el pulso vital al bardo múltiple y simultáneo, el poeta de los poetas, que hoy era Christopher Marlowe, mañana Francis Bacon y pasado mañana tú o yo que lo seguimos leyendo seducidos, hipnotizados por aquellos versos rotundos. Macbeth, rey de las tierras altas y los bajos sueños de Escocia, que se supone Shakespeare concluyó hacia 1605, el mismo año en el que fuera publicada, por Juan de La Cuesta, la primera parte, la primera cantata de Don Quijote de La Mancha.

Esta misma semana, el hermano poeta Joaquín Mattos Omar se refería justamente a Macbeth y Julio César en su habitual columna de este diario, y nos recordaba cómo Borges, al referirse a Shakespeare, lo consideraba el menos inglés de los escritores. Nada más lejano a la flema y la fría distancia que al estereotipo británico suele asociarse que este poeta apasionado con malas amistades, facha de gitano y nariz hebrea. Tampoco Cervantes: amplio, tolerante, enemigo burlón de toda forma de dogma o fanatismo encaja en el molde más bien prejuicioso que se suele tener sobre los españoles. Parece que las naciones y los pueblos eligen para representarlas a escritores que encarnan lo que ellos quisieran ser, pero no son. Algo así como que cada pueblo inventa a su escritor. Cervantes, Shakespeare, ni hablemos de GGM, son ficciones, delirios de nuestros sueños diurnos.

Pero qué creación tan llena de contraluces, esqueletos, damiselas suicidas, príncipes metafísicos, escorzos manieristas, hipérboles, asombros, verraco barroco de íntimas entrañas florecidas en versos que desnudan el fondo último de la condición (in) humana, la del poeta de Stratford upon Avon. Qué personajes de poética estirpe. Macbeth es un ambicioso, la codicia rige su vida, incluso mata a Duncan con tal de arribar al gobierno de su isla, pero no se parece en nada a nuestros políticos pedestres, por favor. Macbeth es una consciencia atormentada que respira en versos definitivos como el celebérrimo: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y no significa nada”. Ese nihilismo es honestidad del sentir.

Amigo de Francis Drake, Shakespeare es un pirata del corazón humano y nos grita, desde la escena, cuatrocientos años después, con brujas sibilinas y árboles mágicos de los celtas, que toda esta mentira no es más que ruido y furia, cuento del idiota.

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