A dos horas veinte minutos de Barranquilla queda la ciudad de Miami, y a la misma distancia aérea de esta ciudad de Florida queda Nueva York, lo cual nos muestra un efecto más de la globalización. El mundo cada vez se vuelve más pequeño, o más cercano si se quiere emplear ese paralelo.

No obstante, mi intención es tomar lo anterior como punto de referencia para traer a colación la tendencia generalizada de los habitantes de estas y de muchas otras ciudades en el mundo, de preferir habitar edificios altos.

El incremento del sector de la construcción ha sido tan notable que las estructuras que casi besan los copos de las nubes se consideran como un símbolo del poder económico, y los que los habitan, como dueños de las alturas, sienten un hálito de proximidad cercana al Creador del universo.

Hace unos pocos años acepté, a regañadientes, instalarnos en el piso 23 de un edificio en Miami, en contra de mi anticuada costumbre de vivir en casas a ras de tierra. No valieron de nada mis pretensiones sustentadas por la acrofobia ni el temor residual segregado de las Torres Gemelas de Nueva York que me amenazaba con pasar las noches en vela, esperando el mapolazo del avión que vendría contra la ventana de mi habitación.

Finalmente, y recordándole a mi esposa las indiscutibles ventajas de la independencia que dan los garajes de las casas de un solo piso, la privacidad que nos sitúa a una cómoda distancia de los vecinos y el poder cantar una balada, un bolero, o una cumbia en do sostenido cuando estamos bajo la ducha, sin recibir taconazos de protesta del apartamento de arriba, accedí.

Todas estas y muchas otras razones tuvieron menos resonancia porque mi esposa argumentó su gran ilusión de volver a vivir en un apartamento de mayor altura que el de la vez anterior. Según ella, desde ese piso podríamos disfrutar de un paisaje de más amplio espectro, tendríamos el mar a nuestras espaldas y por los otros tres puntos cardinales: los canales, la bahía y hasta la otra parte de la ciudad.

Pero como todas las cosas poseen dualidad simultánea, una que es visible y otra que permanece oculta hasta que la descubrimos, no tardé en dar con esa otra parte de la naturaleza.

Después de afrontar esa prueba de rendición, y una vez convertido en dueño absoluto de la panorámica visión geográfica, no pude menos que remontar mis pensamientos en dirección a Barranquilla, al tiempo que se apoderaba de mi fantasía la nostalgia de no poder disfrutar del más maravilloso paisaje inédito, que desde siempre se ha mantenido escondido con temor y mezquindad ante las miradas de los barranquilleros, que inútilmente a diario escudriñan el cercano horizonte para sorprender durante las primeras y furtivas horas matinales la vaporosa cadena montañosa nevada que le hace marco, como un efecto casi reflexivo a la línea acuática del entrañable Río Grande la Magdalena.

Así las cosas, la efímera visión de los contornos de la majestuosa Sierra Nevada de Santa Marta se derrite en las ansiosas retinas, desarticulando el paisaje y dejando en la soledad a la inmensa corriente de agua disminuida por la distancia.