No es por el dinero. Es por el juego entre personas”, dice Gordon Gekko (Michael Douglas), el protagonista de Wall Street, intentando adiestrar a su yerno en los secretos bursátiles. En su rostro enajenado se refleja el deseo inconfesable, pero visible, de su codicia.
Oliver Stone, el director de esta magistral película, nos muestra con una prístina realidad del ambiente financiero, económico, político y moral de este primer decenio de nuestro siglo XXI, que avoca la actual crisis mundial bajo el eslogan “No es ético, pero no es ilegal, la mayor mentira se vuelve legítima”. Todo, desde el ambiente fascinante de esa capital mundial que es Nueva York. Stone, con la certera simbología de sus primeros planos –uno de ellos niños que juegan en el Central Park con pompas de jabón, burbujas que nos llevan por el aire al edificio imponente de la reserva federal estadounidense–, nos muestra los contrapuntos del mensaje que nos manda sobre la desfachatez de la falacia, el ambiente natural donde se mueven los grandes tiburones de las finanzas y de la codicia: “Hemos creado la generación ‘Ni’: ni ingresos, ni bienes, ni jubilación”, se carcajea Gekko. Y en otro primer plano, el cuadro de Goya, Saturno devorando a su hijo.
Cuando todo parece perdido en la locura de los 10 primeros años de este siglo, el yerno le lleva una ecografía a Gekko. Y llenando la pantalla vemos y sentimos los latidos de un feto en el vientre de su hija. Un nieto para nacer. Y todo cambia: la fuerza de la vida como equilibrio del mundo. Apago el DVD y me quedo agradecida por esa ventana abierta a la esperanza que supone la película de Stone.