Sentado en un taburete en un rincón del salón de clases, luciendo un gorro cónico con la palabra “burro” al frente, aparecía en las primeras páginas del libro La Alegría de Leer, un niño, castigado por no saberse la lección. Era la clase de castigos que se imponían a los niños, antes de que el Dr. Freud probara que métodos punitivos tan severos podían causarles frustración.

Otra forma de castigo era ponerlos a hacer “planas”, que consistía en escribir cien o más veces la frase: “No debo hablar en clase”, o dejarlos castigados después de clases, una hora, de pie bajo la campana. Algunos maestros tenían siempre a mano una regla, con la que golpeaban a los niños indisciplinados, y a la menor falta les propinaban uno o más reglazos. Tanto en la escuela como en el hogar, la disciplina era estricta y a veces exagerada. Era casi un régimen de terror, a pesar de que la mayoría de los maestros de kínder y primaria eran mujeres: las famosas “seños”, estrictas, hasta tal punto que hasta para ir al baño había que pedirles permiso, levantando la mano y diciendo: “Seño, permiso para ir al cuartico”, como le decían al baño. Los colegios no eran mixtos; sin embargo, algunos como el María Auxiliadora tenían un kínder mixto, donde las hermanas mayores llevaban a sus hermanitos, como en el caso mío, que soy tan exalumno de ese plantel como del Colegio Biffi. Al kínder, más que aprender, se iba a jugar con plastilina, hacer vasitos con serpentina y otros trabajos manuales sencillos que desarrollaban el ingenio en forma práctica desde muy niños, a diferencia de lo que sucede hoy, cuando los niños están expuestos a adquirir adicciones tempraneras, difíciles más tarde de erradicar, pues desde que nacen ya son adictos a los famosos ‘aparaticos’.

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