Hubo un tiempo en que los periodistas que informábamos sobre el conflicto armado, al cubrir la fuente militar, oíamos al vocero de turno hablar de cuadrillas, chusmeros, maleantes o bandidos, para referirse a los guerrilleros; era su forma de combatir verbalmente y de usar las palabras como armas para destruir moralmente al enemigo.
Los de hoy son otros tiempos. El combate con palabras se ha trasladado a la pantalla digital donde los foristas, a falta de argumentos o de razonamientos inteligentes, se valen de palabras: adjetivos, vocablos gruesos, burlas ácidas con los que, como proyectiles, pretenden aniquilar a sus contradictores.
La misma táctica de combate utilizan los políticos escasos de ideas y, quién lo creyera, los gobernantes. Al ministro de Defensa se le oyó, crispado y rabioso, llamar “ratas” a los guerrilleros del ELN, presuntamente responsables del hecho atroz de exhibir como trofeo la pierna de un militar herido por una mina. La del ministro fue una comprensible descarga emocional, pero no lo es el empeño del expresidente Uribe de calificar como terroristas a sus opositores, sean políticos, funcionarios o periodistas.
El Consejo de Estado acaba de poner las cosas en su sitio: es terrorismo “el uso indiscriminado de la violencia contra personas civiles”. ¿Encaja esa denominación con la actividad de un periodista?
Aquí la palabra terrorista se usa como un arma con poder de destrucción. Fue una situación parecida a la del alto funcionario que llamó a periodistas críticos del gobierno “sicarios morales”.
Hay un subconsciente de guerra y de destrucción física del enemigo que se activa ante la presencia de una dificultad o de una oposición. Antes de la destrucción física del contradictor o del enemigo, se le quiere aniquilar moralmente con las palabras. La guerrilla llama ‘chulos’ a los militares y estos les responden llamándolos ‘bandidos’, ‘terroristas’ o ‘narcotraficantes’.
Son palabras que no se lleva el viento porque tienen la contundencia de un arma de guerra.
Convencidos de su dañina naturaleza, los periodistas de Medios para la Paz a fines del siglo pasado se empeñaron en desarmar las palabras, de modo que en las redacciones, la carga explosiva de las palabras se neutraliza con su diccionario para desarmar la palabra. Algo así como un manual para manejar con precaución palabras cargadas.
El diccionario les enseña que secuestrado, retenido o prisionero de guerra no son palabras sinónimas, porque cada una tiene su contenido propio. Lo mismo sucede con otras palabras. Al periodista que habló de Tirofijo como comandante, le llovieron protestas y acusaciones de “guerrillo infiltrado en la prensa”. El diccionario desarmó la palabra al definir como “comandante” a los líderes o dirigentes de una estructura militar, cualquiera sea su bandera.
En cualquier proceso de paz se impone la necesidad de desarmar a los bandos en pugna, que puede ser con la forma de dejación de las ramas, o de su entrega física. Pero ocurre que solo se piensa en fusiles, pistolas, metralletas, cañones, granadas o bombas. Pero ¿las palabras cargadas, qué?
Estas, almacenadas en la conciencia de cada uno, pueden ser tan letales o más que los armamentos de los arsenales de guerra. Desarmarlos supone un acto de honestidad y de rechazo de toda forma de violencia. Si esa parte del desarme no se cumple, lo demás se vuelve inútil.
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