Tras los pasos perdidos. Tropezando con la memoria asaltándome de sopetón, en la curva inesperada del camino, que me recuerda a Jesús, haciéndome sentir la fuerza intensa y tierna de la mano que apretaba la mía, y el suave roce de su cabeza apoyada en mi frente, mirando juntos el tierno verdor del camino. La profundidad abismal de los valles. La altura inmensurable de las montañas que se confunden con las nubes en el cielo, en ese espejo de paraíso que conforma la región santandereana y que ahora, recorro sin él y con el dolor insondable de su ausencia.
Me acompaña en silencio mi hija, que con tanto amor y tanta ilusión me ha preparado este viaje con la gentileza del amigo que nos ha invitado a su finca en Barichara.
Han pasado casi 40 años de aquel viaje –ayer tan feliz, y que hoy repito tan triste– cuando nos propusimos descubrir este país que tanto amamos. Nunca llegamos a Barichara.
Ya que el azar, que tanto nos condiciona el destino, me ofrece la oportunidad de este viaje iniciático de una etapa tan dura de mi vida, ahora que sé cómo duelen los recuerdos cuando los limita la muerte. Y el consuelo que da la fuerza de haber amado dando el corazón y la vida, quiero dedicarles a él, a su amor y a esa región hermosa y ejemplar este viaje.
Antes de llegar a Barichara está San Gil: Bullanguero. Trabajador. Comerciante. Tenaz. Sus calles repletas de gente recia que sabe mucho de dar el corazón cuando te dan la bienvenida. Gente austera que simboliza su esfuerzo en la tierra, a la que le sacan hasta las piedras que transforman, en un acto de amor, en obras de arte. San Gil, sí es una feria. Y una fiesta.