Los recientes sucesos en Barranquilla —la trágica muerte de una docente inocente y el caso del hombre que disparó contra presuntos atacantes— obligan a reflexionar sobre los límites del derecho a la defensa propia en una ciudad donde la delincuencia siembra miedo.
La línea entre protegerse y convertirse en victimario es delgada, y cruzarla tiene consecuencias irreparables.
La legítima defensa, reconocida legalmente, exige tres elementos: agresión ilegítima, necesidad racional del medio empleado para impedirla y falta de provocación por parte del defensor.
En el primer caso, ni la docente ni su yerno representaban una amenaza real; la paranoia y la precipitación convirtieron un error en tragedia. Aquí, la defensa se desvirtuó en un ataque injustificado.
En el segundo caso, aunque la intención delictiva de los sospechosos parece confirmarse (al portar un arma), el hombre actuó antes de que estos lo atacaran. ¿Había inminencia de peligro o fue un juicio apresurado? La ley exige que la defensa sea proporcional y oportuna, no preventiva.
La inseguridad no puede justificar que normalicemos la violencia como primer recurso. Si cada ciudadano dispara ante la mera sospecha, Barranquilla caerá en una anarquía donde la vida valga menos que el instinto de supervivencia.
Urgen más controles para portar armas, capacitación en defensa personal y, sobre todo, que las autoridades garanticen seguridad sin delegar esa responsabilidad en manos de civiles.
Defenderse es un derecho, pero disparar sin certeza es un riesgo que convierte a cualquiera en cómplice del caos.
Como sociedad, debemos exigir justicia sin renunciar a la humanidad. La docente merecía vivir; los delincuentes, ser juzgados. Debemos cuidarnos sin caer en la paranoia, porque cuando el miedo nubla el juicio, un acto de defensa puede convertirse en un crimen.
¿Dónde trazar el límite? La respuesta está en la proporcionalidad, la evidencia real del peligro y la convicción de que la vida —ajena y propia— no es moneda de cambio.
Antonio Javier Guzmán P.
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