Hace apenas un mes, abrí la puerta de mi nuevo apartamento en Ciudad Mallorquín y no pude evitar llorar. Lloré por todo lo que esta llave representaba: una historia de lucha, de esperanza, de trayectos difíciles… y también de un comienzo lleno de dignidad.
De niña viví en barrios donde la vida se construía sobre la supervivencia. Mi mamá, como tantas mujeres valientes, hacía milagros para darnos lo mejor que podía. Pero aun así, cada mañana salíamos al colegio con el corazón acelerado, esquivando charcos, malos olores y escenas duras que ningún niño debería ver. Llevábamos bolsas en los zapatos para no llegar embarradas y una tranca escondida “por si acaso”. Así crecimos muchos.
Por eso, vivir hoy aquí no es solo un cambio de dirección. Es un cambio de vida. Es respirar profundo sin miedo. Es mirar por la ventana y ver árboles, edificios nuevos, niños jugando, familias compartiendo. Es salir a caminar de noche con tranquilidad, hacer deporte, hacer mercado en chanclas y no sentirme menos. Es una película que antes creía que solo pasaba en otros lugares. Y ahora la estoy viviendo en el norte de mi ciudad. En Barranquilla. En Ciudad Mallorquín.
Este no es solo un proyecto inmobiliario. Es un proyecto de ciudad.
Ciudad Mallorquín representa una de las apuestas urbanísticas más ambiciosas, justas y bien pensadas que ha tenido Barranquilla en los últimos años. Aquí se demuestra que el desarrollo no tiene que ser exclusivo, ni ajeno. Aquí el bienestar se democratiza. La Nueva Agenda Urbana habla de ciudades inclusivas, seguras y sostenibles. Aquí eso ya es una realidad.
No tengo que envidiarle nada a barrios históricos o sectores exclusivos. Porque en este lugar hay calidad de vida, espacio público, cercanía, accesibilidad y belleza. Lo que antes fueron matorrales o lotes olvidados, hoy son parques, senderos, calles limpias y lugares de encuentro. Y eso se siente.
Pero más allá de la infraestructura, lo más bonito de vivir aquí es la posibilidad de construir comunidad. Porque una ciudad no se mide solo por sus edificios, sino por el alma de quienes la habitan. Y esa alma barranquillera —alegre, solidaria, soñadora— merece seguir viva. Merece ser cuidada.
Por eso, esta carta también es una invitación:
• A los nuevos vecinos, a reconocernos y saludarnos, a tejer redes, a crear cultura ciudadana.
• A quienes aún están buscando dónde vivir, a considerar que Ciudad Mallorquín no es solo un lugar donde dormir, es un lugar donde se puede vivir bien.
• Y a las entidades promotoras, a no soltar nuestra mano después de entregarnos las llaves. A que sigan apostándole a la construcción del tejido social que hace sostenibles los proyectos.
Porque sí, tenemos parques, andenes y seguridad. Pero necesitamos también espacios de encuentro, procesos culturales, liderazgo vecinal, educación ciudadana. Porque el desarrollo verdadero no es solo urbanístico, es humano.
Y si tú que me lees eres de Barranquilla, te invito a mirar hacia este lado de la ciudad. Aquí también hay sueños cumplidos. Aquí también hay futuro. Aquí se está escribiendo una nueva historia de bienestar, pertenencia y oportunidad.
Yo, como joven barranquillera, me siento privilegiada. No por tener lujos, sino por tener paz. Por tener un hogar. Por demostrarme que el esfuerzo valió la pena. Por saber que sí se puede pasar de lo inadecuado a lo extraordinario. Y que esa transformación también puede ser colectiva.
Hoy más que nunca, creo en Barranquilla. Y creo en este modelo de ciudad que empieza por algo tan simple y poderoso como una llave en la mano… y la esperanza encendida en el corazón.
Laura Manga García
Propietaria en ciudad mallorquín