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La Sentencia C-121 de 2025, con la que la Corte Constitucional respaldó la validez del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura (OPCAT) y su ley aprobatoria —la Ley 2371 de 2024—, puede pasar desapercibida en medio del ruido diario, pero es de esas decisiones que tocan lo profundo: habla de dignidad, de humanidad y de las vidas que suelen quedar fuera del lente público. Con esta decisión, Colombia por fin empieza a mirar de frente una verdad incómoda: en este país, bajo custodia del Estado, también se ha torturado. También se ha humillado. También se ha olvidado.

El protocolo, aprobado hace más de veinte años por la ONU, no espera a que la tortura ocurra para actuar. Su apuesta es otra: prevenir, llegar antes, abrir puertas, mirar lo que muchos prefieren no ver. ¿Cómo lo hace? Muy simple y muy poderoso: permitiendo visitas constantes, sorpresivas e independientes a todos los lugares donde haya personas detenidas. Cárceles, estaciones de policía, centros psiquiátricos, sitios de reclusión que muchas veces se convierten en zonas grises donde los derechos humanos se suspenden como si fueran opcionales.

Para lograrlo, se apoya en dos pilares: un Subcomité internacional de prevención, con capacidad de actuar en cualquier país que lo haya ratificado; y un Mecanismo Nacional de Prevención (MNP), que debe ser creado o fortalecido por cada Estado, con independencia real, recursos adecuados y acceso sin obstáculos. No es una declaración de buenas intenciones: es una estructura viva para garantizar que haya ojos donde antes solo había impunidad, y voces donde reinaba el silencio.

La idea es tan simple como poderosa: cuando el Estado sabe que puede ser observado, reduce su margen de impunidad. La transparencia, el monitoreo constante y la presión externa e interna funcionan como antídotos frente a la cultura de la negligencia, el abuso y la tortura sistemática. Y aunque en Colombia muchos actores institucionales se resistan a admitirlo, la tortura sí existe, y no solo como violencia física. También lo es el hacinamiento, la negación de atención médica, la falta de acceso a baños dignos o la amenaza permanente de abuso sexual.

Entonces, uno se pregunta: ¿por qué Colombia tardó más de dos décadas en ratificar un tratado que firmó en 2005? La respuesta es tan política como incómoda. Por un lado, hubo resistencia institucional: a muchas autoridades no les gusta ser vigiladas, mucho menos por entes internacionales. Por otro, existía un temor real a la exposición: permitir visitas externas a nuestras cárceles es abrir una caja de pandora que puede poner en evidencia décadas de abandono, corrupción y tratos inhumanos. Y finalmente, hay que decirlo, faltó voluntad política, tanto en gobiernos anteriores como en el Congreso.

Colombia queda jurídicamente obligada a permitir visitas del Subcomité internacional, a crear o fortalecer un Mecanismo Nacional de Prevención independiente, y a proteger a quienes denuncien abusos. Se trata de un sistema integral que no se limita a la denuncia penal posterior, sino que promueve una lógica anticipatoria: prevenir antes que lamentar. Este enfoque, además de ser más humano, también es más eficaz.

Esta ratificación no es solo un logro jurídico. Es un acto de reparación, de madurez institucional y de reconocimiento del fracaso estructural del sistema penitenciario colombiano. Pero que nadie se engañe: la firma del protocolo no es el fin, sino apenas el comienzo. Ahora el reto está en la implementación real, con presupuesto, con voluntad, y con el respaldo de la sociedad civil para que el MNP no se convierta en una figura decorativa.

Lo dijo la Corte: el protocolo no vulnera la soberanía. Al contrario, la eleva. Porque un Estado verdaderamente soberano es aquel que se somete con responsabilidad a estándares universales de humanidad. La dignidad no puede ser un privilegio de quienes están en libertad. Hoy, con esta sentencia, Colombia tiene la oportunidad de humanizar el encierro, y eso, en medio de tanto olvido, ya es una revolución.

Luis Hernán Tabares Agudelo

Abogado.