Barranquilla

El guardián de la bola e’ trapo

En las manos de Miguel Ángel Márquez Meza está el secreto de un viejo ícono del fútbol costeño. Las vende en un parque del norte.

Un pedazo de bollo de yuca cortado de forma redonda es el secreto detrás de la bola de trapo clásica, la propia. Para llegar a él no es fácil.

El camino comienza en el parque El Golf. Como por arte de la nostalgia, en la mañana de un sábado cualquiera puede aparecer una treintena de ellas sembradas en una esquina. Décadas atrás corrían aquí pelotillas más chiquitas. Era un campo de golf.

El parque es hoy una isla en medio de dos ríos de tráfico en el norte de Barranquilla. Lo bordean las carreras 59B y C. En uno de los andenes está Miguel Ángel Márquez Meza. A sus pies, parches azules, rojos, blancos, además del original amarillo. Enfiladas, las bolas colorean el andén.

 Atrás quedaron los años en que esa pelota artesanal y pesada se veía colgando en cualquier tienda. Atrás quedaron los tiempos en que se veía rodando en encuentros callejeros, levantando arena en cuadras destapadas, chocando entre piernas de indios guerreros, esculpiendo su talento.

 Desde hace 7 años Miguel viene a venderlas al parque. Son su jugada para ganar el partido de todos los días, en un campo de juego estratégico.

 El parque es paso obligado para muchos de los residentes del norte, en la localidad Riomar. Sirve de frontera invisible entre el barrio El Golf y Paraíso. De aquí para arriba, los grandes edificios que empiezan a poblar los cielos de mi nueva Barranquilla. De aquí para abajo, las viejas casonas de terrazas arropadas por laureles, donde crecí.

 Algunas bolas cuelgan como ropa tendida, en bolsas plásticas entre el poste y un tanque de basura. Las jardineras alrededor están alfombradas con pétalos rosados y amarillos. La brisa los tenía volando por allí.

 Al frente de la franja de tierra firme en la que Miguel se para, del lado de la calle 81, corre a diario un riachuelo de gente. Van ejercitándose con audífonos, sudando camisetas fosforescentes, en senderos veteados por sombras de hojas zarandeándose. Atrás, siempre la corriente lenta y ruidosa de carros centelleantes atascados en el sol, pitando en busca de sus destinos.

 Cardúmenes de mojarras metálicas van y vienen. Allí en los trancones asoleados Miguel pesca a sus mejores compradores. Es hijo de un pescador, y vende como uno. Su faena consiste en tender la red, lanzar la carnada y sentarse en la isla a esperar. El anzuelo es la tradición que resguardan sus bolas.

 “De ahí fue donde salieron los jugadores más, los más… futbolistas como Teófilo Gutiérrez, Valenciano”. Los dos barranquilleros que cita son nada más y nada menos que el Mejor Jugador de América en 2014 y el legendario ‘Bombardero’. Iván René, el máximo goleador en toda la historia del fútbol colombiano, con 217 tantos, descontando por supuesto al argentino nacionalizado Sergio Galván, que ocupa el primer lugar en los libros de estadísticas.

 Arriba, ardillas rojas cruzan la calle, saltando de ramas de robles hacia los cables de energía. Abajo titilan los rescoldos de una vieja joya popular, todavía apetecida. Dice que en la noche del 24 de diciembre vendió unos $500 mil. “Traje como 70. Me quedaron como 18. ¿Y sabe qué?, las regalé todas. Toditas las regalé. A los muchachos, a los celadores”, su manera enfática de rematar las frases recuerda al ‘Pibe’ Valderrama.

 En las bolas de Miguel está el rastro para descifrar el mito de los jugadores costeños que cultivaron su técnica y pegada a punta de un montón de trapos viejos, amarrado con pita de bollo y sellado con goma de pegar zapatos. Hay que tenerlas bien puestas para llegar hasta aquí en bicicleta desde su casa.

 Son unos 8.643 metros de pedalazos desde el barrio Las Ferias, de acuerdo con Google Earth. Se pedalea casi dos batallas de flores para llegar hasta acá, ya que el recorrido de ese desfile es de unos 4,5 kilómetros. En tiempo, es una hora de sudor.

Distancia que recorre Miguel para llegar al parque.

Sale con el sol, desde las 6:00 a.m., para estar aquí a tiempo para el mayor tráfico de caminantes y vehículos. “Cojo toda la 30, luego la Vía 40 y por ahí por la calle 80 derechito”, dice. Trae a cada lado una bolsa negra cargada del producto que confecciona con sus manos. Ahora usa las bolsas como silla sobre los bordillos rojos.

 SEXO GRATIS, se lee en el poste a las espaldas del artesano y exfutbolista barranquillero. Allí cuelga un maletín con sus cosas y estaciona su bicicleta. “Sea cual sea SEXO afíliate a EPS, ARL, Pensión y Caja. GRATIS el primer mes de afiliación”, se lee en detalle en la letra menuda del aviso, al acercarse. Miguel no tiene nada de eso.

 “Estoy aquí en el puesto los sábados. Cuando es bueno me he vendido hasta 100, hasta 150 mil pesos. Claro, otros días 80, 90. Depende. Y así”. $10.000 es el precio base. Son negociables en el caso de las bolas forradas en cuerina. Calcula que aguantan hasta cinco o seis partidos. Las amarillas no admiten regateo. “La amarilla aguanta súper más. Se la pueden llevar hasta pa’ la playa. No le entra agua ni nada, ¿ya?”.

 Sin saberlo, es un “emprendedor”. Varias veces ha redoblado esfuerzos para preparar cargamentos de bolas. Por dos años consecutivos le ha hecho unas 20 a una empresa de “un turco que camina acá en el parque”, el Club de Pesca. También ha cumplido encargos similares para exjunioristas como Óscar Bolaño y Víctor Danilo Pacheco, ‘Pachequito’. A la escuela de ‘Toto’ Rubio le hizo 50. “Ellos las usan para enseñarles a los pelaos. Para que les dé fuerza en la cañaña”, afirma y se da un sonoro manotazo en su rocosa pantorrilla.

 No solo con bolas de trapo talló sus piernas. Desde los 12 años tuvo que salir a caminar las calles, a driblar a la necesidad en el partido diario del rebusque. La muerte de su padre, originario del municipio de Pueblo Viejo, en el departamento vecino de Magdalena, lo obligó a aprender desde niño a trabajar a cambio de monedas. Es un viejo conocido de Riomar. Su madre se ganaba la vida lavando ropa a las familias de por aquí, mientras él hacía mandados.
 
— Aquí donde me ves yo sé de todo. Yo trabajé en una fábrica de muebles. Yo soy preparador.

—  ¿Preparador físico?

—  No, preparador de juegos de muebles, de escaparates. Yo pinto y tapizo a la vez, ¿ya?

Laa amarilla aguanta súper más. Se la pueden llevar hasta pa' la playa. No le entra agua ni nada.

Miguel también vende pantalonetas deportivas que él mismo corta y cose, arregla y limpia aires acondicionados, es carpintero y ebanista y entrenador de canto de un canario llamado Sebastián. Las bolas por sí solas no le dan para pagar el arriendo de $400.000 y comer. “Cuando veo la cosa pesada las amarro y salgo a caminarlas. Eso antes era oro, se vendía bastante. La gente jugaba en la calle y en campo de arena”. Al fondo, en el parque, uno de los lugares más concurridos es una cancha de grama sintética cercada por una malla azul. Fue construida hace un par de años. Ahí no rueda ningún trapo.

Cabello lacio negro. Melena larga atrás. Patillas voladas. Ojos ligeramente rasgados. Pómulos salidos. Piel tostada. Una gorra con una gran M, en honor a la inicial de su nombre y apellidos, que le regalaron en un quinceañero. La nariz chata. Labios gruesos. Un diente de oro. Una barriga que apenas asoma y unas arrugas que solo se marcan cuando ríe. A sus 60 años, Miguel se tambalea en una frontera estilística entre Diomedes Díaz y Teófilo Gutiérrez. Puro Aboriginal Caribe. “Yo vivo por donde vive Teo”, dice y deja el oro brillando.

En la cuna. Hay que caminar por calles de arena ardiente para llegar a ver cómo nacen las bolas de trapo en las manos de Miguel Ángel Márquez. Arena bañada por los ríos gemelos de la pobreza y la violencia.

La calle se va angostando bajo una telaraña de cables negros. Suena algo del Joe Arroyo. Tres niños descamisados hacen bailar un trompo con jalones de cabuya. Las Ferias es casi un camino hacia el río Magdalena. Queda en sus orillas, más abajo del puente Pumarejo, ya en jurisdicción de Soledad. Hay que sumergirse en una zanja por la calle 17 para llegar al barrio. Un palo de mango en la esquina es la referencia para ubicar la cuadra de Miguel. Solo entran los llamados ‘bicitaxis’ y ‘carricoches’.

Está en lo que se considera el área metropolitana de Barranquilla, división clave a la hora de las estadísticas. En 2016 en la ciudad hubo 391 asesinatos, un 6% menos que los 420 de 2015, el año con más homicidios en una década. Casi 30 casos de diferencia. Pero sumando el área, que incluye los municipios Soledad, Malambo, Puerto Colombia y Galapa, la distancia se reduce. En total, 518 vidas fueron segadas por las balas y los cuchillos el año pasado, solo cinco menos que en 2015.

De hecho, este año el barrio Las Ferias ya había salido en el periódico. Al ebanista Iván Rodríguez le dieron un balazo que le atravesó el tórax, cuando departía con supuestos amigos frente a un billar. Era domingo. Tenía 35 años. Dejó cuatro huérfanos. “Riña entre vecinos termina en tragedia”, decía el titular.

El canario Sebastián vigila desde el techo a Miguel, mientras este empieza a sacar manojos de trapos y algodón de una bolsa negra en el callejón de su casa. Allí, en metro y medio de estrechez, tiene un escaparate que usa como mesa de trabajo. Al lado de la batea donde lava la ropa.

Tire y tire hilo. Con la mano izquierda va apretando y dando forma. La derecha va girando, enrollando, primero grueso, luego delgado para pulir. Vuelta tras vuelta tras vuelta, como el repique de una guitarra. Uñas largas y filosas. Miguel recuerda quién le enseñó: Rigoberto ‘Me Muerde’ García. El ex jugador del Junior fue uno de los primeros en comercializar la bola e’ trapo. Recuerda cómo lo conoció: jugando fútbol en las calles.

Hay otra motivación por la que le sigue apostando al viejo ícono del deporte costeño. Detrás de esos balones baratos y efímeros se conserva también su pasado como gloria del fútbol callejero. “Es que es la bola e’ trapo, de ahí han nacido todos los jugadores… y todo”. 

Jugó con la Selección de la Base Naval. Jugó para graneros del Centro, también para una surtidora de pollos. Jugaba en la playa, en los pueblos, en el estadio Moderno, en la cancha de La Unión. Le pagaban unos $10.000, el almuerzo y el pasaje. Una vez hizo un gol olímpico. Lo cargaron en hombros. Le dieron dos vasos de sancocho. “Yo fui Selección Atlántico. Era puntero izquierdo. Pero me enamoré muy temprano. Me gustaba la verbena”. Tuvo cinco hijos.

Cuando veo la cosa pesada las amarro y salgo a caminarlas. Eso antes era oro, se vendía bastante.

Hace 25 años que no juega. Pero cada venta lo emociona igual que un gol. “A veces, cuando traen a los pelaítos aquí a jugar, los señores me compran. Llevan varias. Me toman fotos y todo, me han felicitado y todo. Joda pelao así es que es, joda no dejes morir esto y tal”.

Tras 20 minutos de giros, viene el segundo paso. En un cartón plastificado por el bóxer recorta parches que le pegará a una de las bolas. Con un lápiz dibuja las figuras. A la otra le rocía goma directamente, diluida en una pintura especial. La soba como si fuera de cristal. No parpadea.

“Tienes una misión en las manos, porque tú no tienes ni maquinaria ni nada pa’ hacer eso. Con tus propias manos haces tus negocios”. Sudado, sigue recordando las palabras de sus compradores.

Osnaider, uno de sus hijos que maneja carricoche, lo mira atento desde la puerta. Miguel pone las dos bolas en el piso, a esperar que peguen. Y ya está. Empieza a hablar de lo difícil que está la situación, los servicios públicos, el arriendo, la necesidad de cambiar su bicicleta. Anda en un flaco caballo de óxido.

“Esto es difícil”, dice. No solo habla del trabajo artesanal. Miguel vive en un barrio en el que hacen ‘nochadas’, fiestas porno en las que les dan bolsas de cocaína como tiquete de entrada a menores de edad. Pero vende las bolas en el barrio en el que le roban relojes de $40 millones a gente que come en MacDonald’s.

Sin saberlo, él es un puente entre esos dos mundos. Teófilo Gutiérrez, Pachequito, Valenciano, Carlos Bacca y Luis Muriel son algunos de los nombres que ruedan en el mito que preserva.

¿Qué diferencia las suyas de otras bolas de trapo? La yuca que traen por dentro. El pedazo de tierra y tradición caribe que les mete, para que aguanten más. Así como él mismo, como un pedazo del pasado, se mete en una isla neurálgica del norte para mantener palpitando la esencia del fútbol barranquillero. Hacen falta más que bolas para cruzar toda Barranquilla para cumplir la misión.

Con un par de cuchillazos redondea el amasijo harinoso, el núcleo de la bola de trapo. Usa el centro, la parte más dura. Fue la técnica que, dice, le enseñó ‘Me Muerde’. “El bollo en el centro es lo que le da peso. No para que le dé más fuerza, sino para que dure más. Que si le pasa un carro, no la pise. Que no se aplaste si la pisas. Lo que la hace la original, ¿ya?.

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