El Estado tiene una deuda enorme con quienes, pese a haber sido condenados, siguen siendo seres humanos. No se nos olvide, que las cárceles están llenas de inocentes y que no se necesita ser un criminal para estar en estas. Y esa deuda no se paga con discursos. Se paga con acciones concretas.
La relevancia de todo esto va más allá del nombre o del personaje. Estamos ante un claro ejemplo de cómo debe operar la justicia: sin arrebatos
Defender es un acto de fe en la justicia, pero esa fe necesita sustento. Los defensores públicos sostienen el equilibrio del sistema penal, representan al ciudadano común frente al poder del Estado y merecen respeto, apoyo y recursos. Si el país sigue ignorando su labor, la justicia seguirá siendo un lujo. Y eso, en una democracia, es simplemente inaceptable.
El sistema digital cambió la forma de litigar y tiene poco sentido mantener horarios pensados para el papel y la ventanilla física. Pero una cosa es reconocer la necesidad de reforma, y otra muy distinta actuar como si ya existiera.
Lo que está en juego no es solo el uso legítimo de redes sociales: es la dignidad profesional, la igualdad de género y el derecho de las mujeres a expresarse sin estar sujetas a estándares arbitrarios impuestos desde una moral difusa.
En ese sentido, de ahora en adelante, la regla para los clientes debe ser un silencio absoluto en todos los frentes: en medios de comunicación, en conversaciones que puedan filtrarse, en redes sociales y, en general, frente a cualquier escenario donde una frase mal entendida termine siendo usada en su contra.
El contraste es indignante. Mientras a excomandantes guerrilleros responsables de más de 21.000 secuestros se les concede una sanción débil y casi decorativa, a miembros de la Fuerza Pública se les imponen condenas mucho más severas. Ese doble rasero destruye la confianza en la justicia.
El defensor público no puede convertirse en un castigo contra supuestas dilaciones y mucho menos bajo la figura de la suplencia.
La reforma fiscal puede ser necesaria, pero solo tendrá legitimidad si protege primero a quienes menos tienen. En un país con tanta desigualdad, no hay nada más injusto que una reforma que, en nombre de los más vulnerables, se termine haciéndolos más pobres.
Es la oportunidad de exigir a los candidatos un proyecto serio, viable y con visión de largo plazo. Porque las elecciones no son un concurso de frases, sino el momento de decidir, con madurez, el rumbo de un país que sigue buscando salidas a sus heridas más profundas.