Escribo después de oírlos en un debate por TV. Los dos han estado en plan propagandístico: con libreto aprendido el uno, con el tono de los informes oficiales el otro; los dos esforzándose por convencer a un público incrédulo que ambos presienten detrás de las cámaras. ¿Dijeron la verdad?
Interrumpían el debate para que el canal transmitiera sus comerciales. Allí volvían a aparecer, pero sin contradictor. Los publicistas les habían dicho cómo vestir, les señalaron el espacio en que debían moverse, les enseñaron a mover las manos y a darle expresión al rostro, a parecer naturales y a decir su discurso en un lapso de segundos. Uno los ve sometidos a las leyes de la publicidad y de la televisión, que son implacables para decir y proteger sus medias verdades. ¿Dicen la verdad?
Mañana leeré los comentarios y las encuestas. Cada columnista habla de esa feria según sus intereses y talante. Cada uno habita, como El Principito, en su propio planeta, con sus propios horizontes, con sus llanuras y volcanes; el columnista no ve más que eso y es lo que emerge en sus párrafos. El encuestador muestra la foto del momento de una opinión cambiante y caprichosa. ¿Dicen la verdad?
Recapacito y descubro que esta reiterada duda sobre la verdad en esta campaña electoral muestra la dramática ausencia de la confianza. Como televidente desconfío de lo que dicen los candidatos, desconfío aún más de lo que dicen los publicistas y leo con desconfianza a columnistas y encuestadores.
La confianza se ha perdido entre el lodo de múltiples mentiras; también la sepultan los intereses personales o de grupo, o los de los empresarios publicistas; vuelve incierto el discurso de los columnistas. La desconfianza arroja una neblina espesa que todo lo cubre.
En medio de todas estas dudas, emerge como una roca inconmovible el hecho: el domingo habrá que votar por uno de estos dos candidatos. ¿Cómo hacerlo si a ninguno se le puede creer?
La máxima clásica reza: “en la duda abstente”. Pero en este hiperdinámico mundo de la política la abstención significa ceder un derecho y un deber y caer en la indigna situación de que otros decidan por uno; porque la abstención o el voto en blanco, dadas las circunstancias, no tendrán peso; en cambio el voto de los otros sí tendrá peso sobre mi vida y la de los míos.
De nuevo las sentencias antiguas aconsejan que entre dos males –cuando no hay más opciones– debe escogerse el menor. Este nuevo paso, sin embargo, no agota las preguntas: ¿y cuál es el mal menor?
Enseña la filosofía democrática que el voto es un servicio al bien común. Y definirlo es un ejercicio de descarte: la educación, la economía, la salud, la cultura, las relaciones exteriores todos son una cosa si hay paz, y otra si la paz falta. 50 años de guerra no lograron el acostumbramiento a la falta de paz, por eso el interés se centra en ese bien común.
Pero no hay paz perfecta, ni justicia completa; por tanto al votar el ciudadano no puede esperar un resultado perfecto y esto convierte el voto en un riesgo. Esta vez lo es, siempre lo ha sido. Es el costo de vivir entre la imperfección humana. Es la aventura de ser humanos.