El Heraldo
Opinión

El dolor de Connecticut

El poblado de Newtown, donde funciona la escuela Sandy Hook y ocurrió la masacre de veinte niños y seis adultos, tiene 27 mil habitantes, pertenece al estado de Connecticut, es tan pacífico y tranquilo que en diez años solo se produjo un homicidio ahí, y ha sido estremecido por la espantosa acción criminal del joven desadaptado que la protagonizó.

Pero esta es otra de las tantas matanzas que se han producido en centros educativos en Estados Unidos, y ha desatado una nueva oleada de indignación y dolor. Muchas lágrimas han corrido por las víctimas de esta vez. Hasta el presidente Barack Obama, conmovido, lloró por las personas brutalmente abatidas.

El espeluznante suceso ha reabierto en USA el debate sobre el porte libre de armas. Hay un movimiento de firmas que busca de las autoridades medidas dirigidas a la reducción en el uso de fusiles y pistolas. Paradójicamente, los despachos noticiosos dan cuenta de que 2012 ha sido el año de mayor comercialización de armas en los Estados Unidos.

Portar armas libremente es, para los norteamericanos, una prerrogativa constitucional que está en los orígenes mismos de la Unión. Y se reconoce en los Estados Unidos a una democracia que ha logrado mantener, a lo largo de su existencia como Nación, el cuerpo básico de su estructura constitucional, algo que no ha pasado, por ejemplo, en países como Colombia, que a lo largo de 200 años de vida republicana ha tenido varias constituciones, unas de signo federalista y otras de signo centralista, hasta llegar a la actual, aprobada en 1991.

Pero, como las constituciones, al igual que el Derecho en general, deben responder a las dinámicas y mutaciones de las sociedades, todos estos hechos sangrientos de los últimos años están mostrando que los Estados Unidos van a tener que revisar la enmienda que convalidó el armamento general del pueblo norteamericano y correspondió a otro momento de la historia del mundo.

Pues con todo y lo espléndida, progresista y paradigmática que ha sido y es la democracia estadounidense, hoy en la letra inalterada de esa enmienda se están originando acontecimientos demenciales como los de Connecticut.

El mayor obstáculo para intervenir la Constitución ha provenido, por supuesto, del hecho de que las armas se convirtieron en esta superpotencia del capitalismo –como era previsible en una sociedad tan abierta y competitiva en materia de negocios– en un jugoso comercio alrededor del cual se han constituido unos intereses muy poderosos y con la fuerza económica y política suficiente para frenar cualquier intentona de reforma a la emblemática Constitución norteamericana. En el centro del negocio de las armas está la denominada Asociación Nacional del Rifle, cuya influyente vocería ha logrado impedir cambios de fondo en el tema.

Podrían jugar, sin embargo, a favor de una política pública orientada al desarme ciudadano el mismo sentimiento de rechazo y miedo de los estadounidenses y la voluntad del presidente Obama, que ya no tiene la presión de una nueva campaña electoral, y que podría plantearse pasar a la historia como el mandatario que se atrevió a liderar la modificación de la Constitución.

Sería, por lo demás, un buen ejemplo el que Estados Unidos enviaría al mundo. Sería una invitación a todos los países y gobiernos a asumir –como parte de sus esfuerzos de seguridad y convivencia– el desarme de los civiles. El dolor de Connecticut debería generar cambios.

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