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Barranquilla

Tras de damnificados, víctimas de saqueos

La iglesia en la plaza de Campo de la Cruz mantiene abiertas sus puertas; aunque estén empantanados el altar, los nichos, el confesionario, y las calles y casas alrededor. Se puede ingresar remando, en canoa. Solo que en vez de feligreses, los que llegan a congregarse son los devotos del desvalijamiento. El centro de fe es hoy un albergue de peces y bichos, multiplicándose entre moho y sillas hundidas. Pero la apertura de sus portones es señal de otra problemática, denunciada por los damnificados: en las edificaciones del municipio viene propagándose una ceremonia de hurtos, a medida que bajan los niveles de la inundación.  Efecto secundario de la ola de hambre, miseria e inconformismo posterior al desastre.  Campo es una de las 5 poblaciones del sur del Atlántico que quedaron sepultadas tras la ruptura del muro de contención de las aguas del Canal del Dique, en el kilómetro 3 de la vía Calamar-Santa Lucía. Por el boquete aún entra agua, pero se está drenando por otro lado, en Las Compuertas. Más de 100 canoas y dos lanchas con motor transitan sin descanso la ciudad sumergida. Llevan, por $5 mil, a esos habitantes que abandonaron sus hogares por la corriente. Vigilando, inspeccionando, hacen lo posible por volver una y otra vez, para no desampararlos ni de noche ni de día. Uno es Walberto Sala. Llega cada “día de por medio” a la orilla seca de Campo, la Carretera Oriental, a contratar una canoa para ir a ver su casa, inundada en el barrio La Esperanza. Cuando el campocrucense de 60 años no puede, viene uno de sus 5 hijos. Alquilaron una casa en Sabanalarga, con al esperanza de regresar cuando el agua baje.  “Nos tocó vender los animalitos. Ahora cualquiera viene a robar lo que nos queda”, dice en una fila de 12 damnificados esperando una canoa-taxi. Walberto y los demás arrugan la cara. Es una espera apestosa bajo el sol, ante una piscina donde se estancan cadáveres, agua de alcantarillas y recuerdos. Germán Sarmiento, 43, es otro en fila, con la mirada constreñida. No solo por el olor rancio que acompaña el peregrinaje a las casas hundidas; le preocupan esos robos que se han vuelto pan de cada día. “Están desvalijando todo, robando duro”. Con un canario enjaulado en la mano, enumera los objetivos de los saqueadores: se llevan tejas, ventanas, rejas de aluminio, molduras, nomenclaturas de puertas o cables. “El agua ha bajado 40 centímetros, y así se meten más rápido”. Habla de otros damnificados, decididos a saquear los restos que dejó el desastre. Él capturó al canario por la falta de tierra seca de refugio, “buscan la carretera y uno los agarra”. No ha sido capturado aún ningún desvalijador, aunque en un breve recorrido se vean tipos saltando paredillas aquí y allá. La Policía mantiene un puesto de vigilancia en la estación de gasolina. Los agentes patrullan las calles en una lancha. Pero los damnificados que pueden prefieren inspeccionar la zona en silenciosas canoas, con sus ojos. Temen que al oírse el rugido del motor policiaco, esos que están arrancando puertas y muebles se alerten y huyan a esconderse. A diferencia del canario de Germán, los hampones tienen miles de rincones anegados para ocultarse. Como la iglesia. Contraste. La necesidad de venir a vigilar las viviendas es una bendición para Rocío Lastra. Ella es una damnificada de 25 años, que en su casa inundada no dejó mucho que cuidar. Se alberga con su hija, su mamá, papá y hermanos en una vivienda de otro familiar en Puerto Giraldo. Allá la surtieron de una nevera y celulares.  “Tengo que venir a vender, porque no nos llevan nada. Todo es para los albergues”, dice en la orilla de Campo. Vende gaseosas a mil pesos, minutos a 200 y panes a 300, a los que se aglomeran esperando canoas. “A veces parece una playa. Como Cartagena, lleno todito”. Relata que con los días vienen más y más curiosos de fuera de Campo, dispuestos a impactarse con la tragedia, y conocer la ciudad hundida. “Esto aquí hay es un turismo”. Mientras habla se ven llegar camionetas con botes inflables, señoras de gafas y sombrillas, y grupos de jóvenes con cámaras. La iglesia es una de las principales atracciones del recorrido de terror.Por Iván Bernal Marín

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