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El silencio del yucal es roto por el crujido de las hojas secas y el sonido del frenético escape de varias lagartijas. Los pies de Juan Antonio Villegas se hunden en la tierra por el peso de las dos pimpinas de cinco galones, repletas con agua del río Magdalena, que transporta hasta un abrevadero.

Por el peso de la carga parece que sus brazos se alargaran, pero su cuerpo está habituado a 'arrear' agua. Todos los días traslada nueve ‘calambucos’ del líquido para calmar la sed de 'unas vaquitas', regar su cultivo de yuca y lavar la ropa.

El campesino vive en Bohórquez, corregimiento de Campo de la Cruz, en un sector conocido como El Resbalón. 'Debe ser porque una vez que te caes aquí, no te vas', comenta divertido. Sin embargo, dice que no es tan agradable estar en un lugar 'en el que no se sabe cuándo va a llegar el agua, ni cuánto va a durar'.

El pueblo está a menos de tres kilómetros del río, pero su abastecimiento de agua potable depende del suministro de Campo de la Cruz, cuyo acueducto arrastra problemas desde la administración anterior.

El entrante alcalde, José De León, alertó que durante octubre, noviembre y diciembre del año pasado estuvieron recibiendo agua sin tratar, porque no habían sido comprados los químicos para procesarla, 'y eso, cuando llegaba', apunta Villegas.

En la tierra seca van quedando las huellas de las chancletas, con el rastro de una polvareda. A los costados del camino hay matorrales marchitos y unos caparazones vacíos de lo que alguna vez fueron icoteas.

'Si no fuera por el río esto ya sería un desierto y nosotros nos habríamos muerto de sed', afirma, y reposa en una silla plástica sus 61 años, bajo la sombra de un papayo con frutos achicharrados.

'Estamos con la cosecha de la temporada pasada porque no hemos podido sembrar nada por la sequía', dice el campesino secándose el sudor con la ropa. Para evitar que el sol siga quemándolo, usa una camisa negra mangas largas, una gorra de los Dodgers de Los Ángeles (equipo estadounidense de béisbol) y un pantalón azul recogido por encima de la rodilla.

Se acerca el mediodía y con él la hora de almuerzo. Revisa las yucas y arranca una mata con la sabiduría de sus 40 años de experiencia en el campo, desde que llegó de El Piñón (Magdalena) en 1975 por culpa de una inundación.

Se sube en su bicicleta y amarra el saco con los tubérculos en el manubrio. Toma la trocha con rumbo a su vivienda, al otro lado de la vía Oriental. En la esquina, a tres casas de Villegas, hay una tienda administrada por un santandereano de 52 años.

José Gómez afirma que la situación del agua no tiene nada que ver con el fenómeno de El Niño, que azota al país y tiene el nivel del río en 1,68 metros, según la medición de la estación San Pedrito, en Suan.

'Esta situación es de siempre. Con Niño, sin Niño, es la misma vaina. El problema es que el acueducto no tiene suficiente presión, además de que el agua no está bien tratada', señala el tendero, pasa por un puerta a la sala de su casa y regresa con un tanque rojo, con unos tres dedos de agua y residuos de tierra en el fondo.

En el patio tiene una pequeña estación de bombeo de donde toma el líquido 'cada vez que aparece o cuando un vecino avisa'.

Abre la motobomba y de la manguera comienza a aparecer un líquido terroso. 'Quien no tiene motobomba no coge agua, porque la presión es tan baja que toca succionarla', aclara el tendero, cesando el ruido del aparato.

A siete kilómetros de ahí, en Puerto Giraldo, la situación es un poco mejor, aunque no por eso es menos alarmante.

Es tan crítica, que el pasado 12 de enero la alcaldesa de Ponedera, Vanessa Bolívar, decretó la calamidad pública para que la Gobernación, la unidad de Gestión del Riesgo y la Corporación Autónoma Regional del Atlántico (CRA), intervinieran en el problema de abastecimiento del corregimiento.

La barcaza de captación está ubicada en un brazo del río, a unos 400 metros de la antigua planta de tratamiento.

En la orilla del barranco donde termina la edificación está parado Amílcar Rúa. El hombre de 62 años es el gerente del acueducto comunitario (Acompugir), que se encarga de proveer de agua a todo el pueblo.

Observa intranquilo a un grupo de jóvenes que se bañan en el brazuelo del río. Lo que le preocupa no es la seguridad de los bañistas, sino que están parados cerca a la bocatoma, en la zona más profunda, y el agua les marca por debajo de los hombros. Asegura que esos 400 metros donde ahora hay playas y cultivos de maíz, era agua.

'El nivel está en 1,37 metros y continúa bajando. Hemos estado usando nuestro método de ‘tactimetría’ para saber a dónde podemos correr la bocatoma. Temo que el caño llegue a secarse', explica Rúa ceñudo, frotándose las manos nerviosamente.

Da unos pocos pasos hasta quedar a escasos centímetros del borde y cuenta que desde diciembre han movido cuatro veces la barcaza, buscando cada vez la profundidad que les permita sacar agua y no fango.

'El momento más difícil fue cuando en una noche el río bajó tanto que no nos dio tiempo a moverla y quedó atollada en el barro. Demoramos tres días en sacar la barcaza. Hasta tuvimos que desarmar los motores para que perdiera peso y poder moverla', relata Rúa un poco más distensionado.

Esa situación creó una crisis de abastecimiento y los habitantes de Puerto Giraldo tuvieron que volver a coger el líquido directamente del cuerpo de agua.

'El río nos la ha puesto difícil: primero casi se lleva la planta de tratamiento con la inundación de 2010; ahora estamos apurados porque no hay casi agua', analiza el gerente, pensionado de la Gobernación.

Para evitar que un 'sofocó' como el de hace seis años volviera a presentarse, fue construida una nueva planta, un kilómetro más adentro, alejada del barranco. La inversión tuvo un costo de $1.600 millones.

Ver a los jóvenes jugar le trae recuerdos al gerente de cómo eran las cosas antes, sobre todo cuando el agua no era potable porque iban con mulas a buscar el líquido a la orilla del río y la usaban sin ningún tratamiento.

Antes de hablar Rúa se ríe, como acordándose de una picardía. 'En 1975 fuimos a la Gobernación para pedir el acueducto para el pueblo. Recuerdo que los hombres tenían una mano metida en los pantalones para rascarse los genitales por ‘la sabrosita’', cuenta el gerente y suelta una carcajada que detiene el desorden de los jóvenes en el río.

‘La sabrosita’ era un sarpullido en el área de los genitales que atacaba por igual a hombres y mujeres, producto de residuos en el agua que les generaban irritación e infecciones.

La epidemia que mantenía las manos escondidas en la ropa pasó y el acueducto no llegó, sino hasta 1992 cuando se hicieron pozos profundos, 'pero el agua era salobre', apunta el hombre recuperando la compostura, aunque divertido por el recuerdo.

Finalmente, en 1993 pasaron a la captación con balsa y desde entonces han estado con ese método, manejándolo con la comunidad.

La casa más cercana al antiguo acueducto es la de Micaela Cervantes. Al igual que todos los habitantes, el agua llega a su vivienda cinco horas al día: desde las 7 de la mañana hasta las 12 del mediodía.

En el patio de su casa en el barrio El Carmen tiene un barril de metal reconvertido en pozo. Las paredes internas están recubiertas con cemento, mientras que las externas conservan el brillo oxidado del aluminio.

El suelo es de tierra apisonada y en los puntos donde ha tocado el agua se forman círculos de barro. En una zona hay un corral con chivos, a los que les da su poquito de agua 'para que no se mueran de sed con esta sequía'.

La ama de casa de 59 años hace memoria y recuerda los inicios del acueducto. 'Pasaban tres o cuatro días sin agua. En una parte del bracito echábamos pastillas de cloro y nos sentábamos a lavar la ropa. Los muchachos cogían pescaos y los preparábamos. Ahora ya no hay y vienen carísimos', rezonga la mujer, sacando agua de su ‘pozo’ y echándole a un 'palito de mango que ya pegó'. Les tres dedos que le sobran de la olla se los pone a las reses.

Cervantes se sienta en una mecedora de paja a reposar el calor de la tarde. Toma la tapa de una olla y empieza a abanicarse. Pide a una de sus hijas un vaso con agua y lo ingiere con rapidez. 'Uno no sabe estar sin este líquido, lo necesitamos para todo', afirma la mujer recogiendo con una mano las gotas que exuda el recipiente de electroplata.

No han pasado dos minutos y la mujer vuelve a ponerse en pie. Guarda dentro de la casa los baldes que utiliza cada día para almacenar el líquido. Los apila en rincón de la casa. Guarda la esperanza de que algún día en esa esquina de la sala haya un adorno diferente, uno que revele que el agua fluye las 24 horas por las tuberías de Puerto Giraldo y no por tandas.