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A Nicolás le arrebataron su infancia. Tuvo que olvidarse de carritos de plástico y balones de fútbol para dedicarse al nefasto negocio de su familia: la venta de marihuana.

Lo obligaron a cambiar su inocencia por la astucia requerida para transportar la droga, y las clases de suma y resta que aprendió en siete años de escuela solo le sirvieron para saber cuánto dinero debía recibir por cada envío. Nicolás dejó de ser un niño y se convirtió en un instrumento para la delincuencia.

Camila corrió con la misma suerte, pero ella fue arrebatada de su familia campesina por un grupo guerrillero, el cual inicialmente entrenó con armas de madera y al pasar del tiempo le hicieron cambiar la mentalidad, a tal punto que su único objetivo era hacerles daño a los soldados del Ejército colombiano.

Estos dos ejemplos son algunos de los cientos de casos que les suceden a los niños, niñas y adolescentes del país que son instrumentalizados para la comisión de delitos. En ocasiones, son utilizados hasta por sus propias familias.

Algunos de ellos no tienen opciones, solamente nacen rodeados de conocidos que los sumergen en esas aguas de actividades ilegales, sin importarles que esta práctica amenaza y vulnera sus derechos, aparte de someterlos a situaciones que ponen en riesgo su vida y su integridad.