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Después que casi atentan contra su vida, la Fiscalía le dice: no puedes entrar porque llevas sandalias.

Eran las 11:15 de la noche, tal vez una hora poco tarde para llegar a casa en un día de semana. Era miércoles 15 de junio. Durante el trayecto en su carro, le contaba a Édgar* lo peligrosa que estaba la ciudad, le contaba sobre los últimos casos de violencia que se habían presentado, lo cual él desconocía pues por su trabajo sólo permanece en Barranquilla unos cuantos días y estaba recién llegado.

Le decía que era triste lo que estaba pasando, que era triste tener miedo al caminar por la calle y sospechar de cada persona que te observa o se te acerca, que era terriblemente triste tenerle miedo a tu ciudad. Recuerdo que hicimos un análisis de la situación, nos quejamos, pero la conversación se rompió cuando en el camino vimos un anciano cruzando la calle con cierto aire fantasmal.

Pensé que era un espejismo producto del sueño que a esa hora ya reclamaba su lugar. Cuando pasamos esa figura medio borrosa, giré mi cabeza hacia atrás y el anciano seguía allí. Era tan real como nosotros, tan triste como esta ciudad. Recuerdo que nos reímos de nuestra idea loca de pensar que era un ser escapado de otra dimensión. Nos reíamos, pues a pesar de todo lo que leemos en los diarios, de lo que vemos, de los temores, estamos vivos y reclamamos la vida todos los días.

Nos aproximábamos a la casa, le dije: mala cosa, se me olvidaron las llaves, pero al acercamos vi luz en la sala. Mi madre escuchó el carro, salió a abrirme, yo me bajé tomando mis libros de francés.

Antes de marcharse le dije: espera un momento que mi hermana te va preguntar algo. Cuando él comenzó a bajarse del carro, doy la espalda, y al cabo de un segundo, escucho las voces de muchos hombres: pero sólo eran tres, uno amenazaba con un arma, le apuntaron a Édgar en la cabeza, lo obligaron a montarse en el vehículo y a encenderlo de nuevo, y el carro arrancó, yo gritaba: ¿a dónde se lo llevan, qué le van hacer?

Me sentía impotente, mi madre gritaba y mi hermana llamaba insistentemente a la policía, como pidiendo auxilio. Cuando el vehículo se va, la vida regresa al cuerpo: no se habían llevado a Edgar, él estaba en la calle boca abajo, con las manos en la cabeza. Nos abalanzamos hacia él, lo tocábamos como si fuera una ilusión, la misma que él y yo habíamos visto antes en el camino. Estaba bien, no le habían hecho nada. Se robaron el carro, y todo lo que estaba dentro, pero lo más importante, él estaba bien.

Toda mi vida he vivido en el Barrio Abajo, igual que mi familia. Somos de lo que nos sentamos en la terraza y hablamos hasta largas horas de la noche. Nunca nos había pasado nada que atentara contra nuestras vidas en este barrio en el cual hemos crecido, pues aunque estamos consientes de la inseguridad de Barranquilla, creemos que es posible seguir con las rutinas de vida, propias del Caribe; y como habitantes de él, nos cuesta aceptar que el afuera ya no es seguro, que tienes que encerrarte como si hubiera una temperatura de menos grado.

Pero en esta ciudad, el terror no sólo se vive en el momento en que eres víctima de un acto delincuencial, el otro terror, viene después: la policía tardó en llegar.

Nos dijeron que podíamos ir a la Sijín a poner el denuncio pues prestaban servicio las 24 horas. Tomamos un taxi, al llegar nos atendieron amablemente, pero no estaban quienes recibían las denuncias de forma oficial, es decir: fuimos para hacer nada. Nos sentimos frustrados, desprotegidos e impotentes.

Al otro día Édgar y yo vamos de nuevo, esta vez nos atienden en la oficina que a la media noche habíamos encontrado cerrada. Ponemos el denuncio, narramos los hechos, y nos vamos. Antes de marcharnos nos comentan que para hacerle seguimiento al denuncio debemos ir a la Fiscalía (Calle 41 con la 41), pero que vayamos el viernes cuando ya ellos lo hayan radicado.

Vamos el viernes 17 de junio, aún con el pánico en nuestros ojos, con un silencio infinito. No hablábamos, caminábamos como muertos por la calle. El día del robo, no sólo se llevaron lo material, se llevaron lo poco de tranquilidad que nos quedaba y nos plagaron de miedo. Vamos con el dolor de sabernos en una ciudad que se desbarata, en una ciudad herida que parece amenazarte todos los días.

Pudimos haber perdido la vida, y esa idea, nos aterra, y nos aterra que pueda volver a pasar y no podamos contarlo. Con el miedo en nuestro ojos, y una tristeza que viene desde adentro nos disponemos a cruzar la puerta de la Fiscalía, cuando las personas de guardia nos preguntan sobre el motivo de nuestra visita, le respondimos diciéndole que íbamos averiguar sobre el estado de un denuncio, y en ese momento, uno de los guardias le dice a Edgar que no puede pasar por llevar sandalias. Nos reímos con un leve desconcierto. Les decimos a los señores que por favor nos colaboren, que habíamos sido víctima de un horrible atraco, que eso significaba devolvernos a casa y a perder más tiempo.

Uno de los guardias se va y pregunta a unos agentes de la CTI, y el señor, con un gesto amargo dice un NO con cierta sequedad e indiferencia. Nos sentíamos impotentes, yo comencé a quejarme, a decir si unas sandalias podían atentar contra la seguridad de alguien. Entonces, pasé la puerta, yo sí podía hacerlo aunque llevara sandalias, algo totalmente absurdo.

Le dije al hombre muy fuertemente: el miércoles nos robaron, por poco nos matan y ahora con qué cara la Fiscalía nos dicen que no se puede entrar por llevar sandalias y no zapatos. Tenía mucho dolor, le insistíamos que nos dejara entrar, el señor ni me miraba. Yo seguía quejándome aun sabiendo que no lograría nada. Le decía que mientras a media ciudadanía la están matando afuera, ellos se ponen con esas frivolidades. ¡Por favor, qué persona que acaba de sufrir un acto de violencia se pone a pensar lo que usará al otro día para hacer una denuncia, si a uno a penas le dan ganas vestirse!

Entonces me pregunté cómo hacen los campesinos o los desplazados cuando llegan a un lugar como éste que se presume está al servicio de la ciudadanía. ¿Qué harán? Les dirán acaso que se regresen a su pueblo a buscar unos zapatos, o que los compren por allí cerca. Me puse a pensar en los otros.

Me puse a pensar en la doble moral de este país. Mis quejas insistentes no lograron nada, me tocó subir sola con los documentos del denuncio. Edgar se quedó abajo. Hace 24 horas lo habían apuntado con un arma en la cabeza y las instancias legales de este país prácticamente le dijeron que no estaba bien vestido para presentar una denuncia.

Por mi parte me subí al ascensor y lloré, lloré desconsoladamente, como llorarán las miles de personas que sufren episodios peores y no encuentran un Estado capaz de protegerlos. Me limpié los ojos cuando el ascensor se abrió, tenía que seguir. Pasaron unos diez minutos, aún no me habían atendido, cuando de repente veo a Édgar frente a mí, y lo primero que hago es mirar sus pies: tenía zapatos. Sorprendida le pregunté ¿de dónde los había sacado?

En estos tiempos de violencia definir a Barranquilla es difícil, es una ciudad con gente que aún se resiste a una realidad que nos amenaza, donde a pesar de la aridez, surge de repente algo que nos recuerda el agua como esperanza; surgen gestos solidarios de quienes intentan retener la poco de luz que nos queda. A Édgar, un cuidador de carros lo vio desconsolado, y se le acercó, le ofreció prestarle sus zapatos para subir.

Él no dudó en ponérselos aunque le quedaban algo apretados, a cambio, le dejó sus sandalias. Lo único que lamento es no haber visto ese momento tan humano, tan posible, que con sólo escucharlo hizo que nos olvidáramos de todo, y nos devolvió unas cuantas gotas de esperanza, y la idea, de que todo no está perdido.

Por Fadir Delgado A.

*Nombre cambiado para proteger la integridad de la persona
*Fadir Delgado Acosta: Poeta y escritora barranquillera, directora de la Fundacion Casa de Hierro