El Heraldo
Hansel Vásquez
El Dominical

Una casa ‹que se conecta› con la naturaleza

La ‹Juw› se construye de barro, piedras y palos. 

Manuela, con timidez, está parada en la puerta de su choza. La acompañan su hija y su pequeño nieto. «Nosotras estamos en la casa y los hombres salen a cultivar», dice la mujer.

La ‹juw› está a la entrada de las aldeas, llamadas por los kogui como kuibolos. La edificación es circular, como de tres metros de diámetro y está construida de piedras, barro y palos.

El techo de la choza o del ‹juw› (en nombre kogui) está hecha de hojas de palma como de 7 metros de altura. En la parte superior de la casa tiene dos puntas que representan las antenas de un escarabajo y son utilizadas para comunicarse con la naturaleza.

Entre el techo y las paredes hay una pequeña abertura que permite la circulación del aire y la salida del humo de la cocina. En ese mismo espacio hay como una especie de repisas donde ponen objetos.

La casa no tiene división. Es un grande salón donde está todo agrupado y sirve para todas las funciones.

«Cocinamos acá adentro con leña. Es una tradición. Solo se cocina fuera de la casa cuando hay eventos especiales o alguna actividad», señala Manuela, en un mediano español.

De noche, la casa es alumbrada por el mismo fuego de la cocina y sus habitantes se acomodan alrededor, para comer, hablar y esperar la hora de dormir.

Una familia completa (de 10 personas) puede habitar la choza. «Acá vivimos todos. Nos cuidamos, preparamos los alimentos y tenemos todas nuestras pertenencias», afirma la mujer.

La ‹juw› de Manuela está a dos casas de la ‹nuhue› (una cabaña grande donde solo se permiten la entrada de los hombres). En ese recinto se discuten situaciones de la vida cotidiana de los kogui.

Las mujeres están en la casa y los hombres salen a cultivar. Hansel Vásquez

La Sabiduría Ancestral de Inocencio Bolaños, uno de los mamos mayores

Es el único que tiene el cabello blanco en la comunidad kogui del Valle de San Antonio. Está sentado sobre una piedra con la mirada fijada hacia el poporo.

Tiene entre 108 años, según dice su familia, pero los mamos aseguran que tiene 112. Bolaños es callado, pero no pierde la oportunidad para sonreír cuando algo le causa gracia.

Los que lo conocen dicen que Inocencio es un mamo de salud, es decir como un médico espiritual al que se le consulta alguna enfermedad. «La edad le da una jerarquía mayor en el territorio, es una biblioteca y referente de consultas», afirman.

Su sustento está basado en los alimentos y ofrendas que su pueblo le da, no solo por su vejez, sino por su rango dentro de la comunidad.

La edad del viejo mamo no se representa en su piel. Realiza largas caminatas (ida y vuelta) de hasta dos horas, para llegar a otro asentamiento. Dicen que en eso radica su estado de salud.

«Allí es donde se ve los beneficios de los que gozamos. Llevamos una vida saludable. Se come sano y se le suman las jornadas de camino que aportan los beneficios físicos», dice un habitante de la comunidad.

Un mamo es designado por otros mamos a través de las consultas que se le hace al hombre desde que está pequeño. En ese ritual los espíritus indican si el niño será un mamo encargado de ser un cacique o como un gobernador —equiparándolo con la cultura occidental—. Y sus decisiones se basan en su sabiduría y conocimiento.

«Desde que se sabe que será mamo, el hombre es cuidado en todos los aspectos: físicos, espirituales, y de alimentación. Esta dieta está basada en frutas, carne de animales de monte. No puede comer dulces ni sal», explica un mamo que dijo llamarse Juan y destacó que «específicamente la sal es un elemento que va en contra de la salud».

Mamo Inocencio, presumen las autoridades kogui, puede tener «más de 70 años de enseñanza», pero no se limita a seguir aprendiendo. «Deja de aprender cuando se vaya de esta tierra».

«El mamo sostiene el equilibrio de la comunidad. Si hay alguna pelea, él trata de mediar para evitar algún conflicto», apunta Juan.

Inocencio tuvo la oportunidad de vivir en la Sierra antes de la violencia. «A veces cuenta como eran las cosas. El respeto que tenían hacía nosotros y la tranquilidad con la que se vivía en estas tierras», dice el hombre con nostalgia.

Según las autoridades kogui, en el asentamiento Mankwaxa, en la cuenca Tukurinca, hay 120 mamos. Y en la totalidad de la Sierra se estima que haya más de 400.

Hansel Vásquez
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