
"Hay algo trágicamente hermoso en la persona vencida": Alberto Salcedo Ramos
Molerse el hocico a golpes resulta menos interesante para Alberto Salcedo Ramos como deporte, que como fábrica de buenas historias. Entrevista con este cronista barranquillero sobre su más reciente libro ‹Boxeando con mis sombras›.
Para Alberto Salcedo Ramos, la egolatría de Muhammad Ali se parece a alguna escena del Quijote, y la plasticidad de Sugar Ray Leonard a la cintura de la cantante y bailarina Janet Jackson. Los puños que desacomodan la quijada, los egos y la soledad del único deporte al que no le llaman «juego», es la cantera de grandes historias para este cronista barranquillero, cuya obra ha estado salpicada de la sangre y sudor que se dejan en el ring de boxeo.
El autor de Los golpes de la esperanza (1993) y El oro y la oscuridad: la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé (2005), compila en un libro sus más salvajes crónicas sobre pugilismo: la tragedia de Emile Griffith, un boxeador homosexual al que todos acompañaron cuando mató a golpes a un rival, pero que abandonaron cuando confesó ser gay; los muertos que carga Lupe Pintor y la vastedad de la egolatría de Mano e´ Piedra Durán, entre muchos otros relatos, se incluyen en Boxeando con mis sombras.
Hablamos con Salcedo Ramos, defensor de ese arte de ganarse la vida a puñetazos. En su libro ha sido muy claro: el boxeo le interesa menos como deporte que como fábrica de buenas historias.
El boxeo siempre ha atravesado su obra, pero es curioso que más que las historias que deja este deporte, parece que se inquietara por los fracasos y la soledad que deja el boxeo, ¿por qué?
Empecé a escribir sobre perdedores sin tener un plan preconcebido. Quizá lo hice porque intuía que en la derrota hay una desnudez que me permite conocer mejor al ser humano. Tal vez lo hice porque suponía que uno escribe para mostrar ciertos conflictos en los cuales se ve reflejado. De pronto fue porque siempre he creído que hay algo trágicamente hermoso en la persona vencida. Ícaro me parece más bello cuando cae que cuando vuela. Los grandes personajes de la literatura, desde Raskolnikov hasta Madame Bovary, son seres derrotados. Esto lo pienso ahora, pero cuando empecé a escribir sobre perdedores, repito, lo hice sin una motivación consciente. Un día me hicieron notar esta preferencia, y luego me empezaron a preguntar con insistencia por qué escribo tanto sobre personajes que han sufrido reveses. Entonces, mira lo que hice: en 2007 fui a cenar en Bogotá con Gay Talese y con Andrés Hoyos, el director de la revista El Malpensante. Yo pensé que, para desquitarme de la pregunta que vivían haciéndome, debía trasladársela a Talese, así que se la disparé sin rodeos. «Maestro», dije, «¿usted por qué escribe tanto sobre perdedores?». La respuesta que me dio fue una joya que ahora utilizo para cerrar esta respuesta: «Es que todos somos perdedores: es sólo una cuestión de tiempo».
Es muy diciente el apunte de Joyce Carol Oates cuando señala que el boxeo es el único deporte en el que no se utiliza el verbo «jugar», ¿qué tanto se parece el boxeo a la vida misma?
Supongo que, ante esta pregunta, mucha gente establecería una analogía entre lo que pasa en el ring y lo que sucede afuera. Si uno se pone en la onda de buscar parecidos, los encuentra. A mí me parece que el boxeo es una versión sofisticada de la violencia del hombre primitivo. Lo paradójico es que cuando el hombre llegó a estadios superiores de la Civilización, abandonó la violencia primaria de los puños y empezó a emplear armas que exterminan al enemigo. Los boxeadores, por muy primarios que nos resulten, no buscan eliminar al adversario sino vencerlo. En las calles los enfrentamientos son producto de malquerencias; en el boxeo los rivales pelean porque eso es parte de su oficio, y muy rara vez llegan a odiarse. En las calles pueden atacarte por la espalda, o golpearte cuando estás en inferioridad de condiciones. El boxeo es una competencia entre iguales que no tienen armas ocultas ni sacan ventajas indebidas.
¿Y en qué se parece el oficio del escritor con el del boxeador?
Ha habido muchos escritores tiradores de trompadas, pero son más abundantes los que, en vez de confrontar lealmente a un colega con el que tienen diferencias, prefieren golpearlo por detrás con descalificaciones desleales o con la bilis que les hace destilar su envidia. Esos escritores se me parecen más a los camorreros que pululan fuera del ring que a los peleadores nobles que hay dentro de él.
¿Qué hay de especial en ellos, en los boxeadores, en comparación con otros deportistas o personajes públicos en general?
En el boxeo el verbo «caer» no es una metáfora sino un gaje del oficio. La gran verdad es que, si boxeas, en algún momento vas a caer. Morderás la lona, quedarás postrado ante los pies de tu verdugo, quien, visto por ti desde el piso, te parecerá enorme como una catedral. Eso puede llegar a ser humillante. Muhammad Ali le contó a Norman Mailer que en cierta ocasión recibió un golpe en la mandíbula que le hizo perder la conciencia durante varios segundos. Aunque no cayó a la lona, en esos instantes vio a unos cocodrilos interpretando un concierto de violines. Puedes jurar que algo así no se presenta en ninguna otra actividad deportiva. El boxeo es algo único. Ringo Bonavena lo dijo de manera hermosa: «Cuando suena la campana te quedas solo, y ni el banquito te dejan».
Se ha dicho mucho sobre la relación del boxeo, la pobreza y la raza. ¿Qué reflexiones hace usted de esa ‹conexión›?
Desde luego que en el boxeo hubo esa relación entre raza y pobreza. Larry Holmes lo planteó en estos términos: «Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro, pero eso fue antes, cuando era pobre». El boxeador negro que empezaba su carrera era tratado como negro y como pobre. Si se volvía campeón, entonces ya empezaba a ser mirado de manera distinta. El poeta Leroy Jones exaltaba a Muhammad Ali porque, cuando llegó a la cima, se negó a dejarse convertir en un blanco honorario. Siempre defendió la dignidad
de su raza.

Entiendo que usted no boxea, pero sí que aprendió de niño a resolver algunos problemas con unos cuantos puñetazos. ¿Todavía defiende eso de que «quien se prepara para pelear de vez en cuando no tiene que pasarse la vida peleando?».
Lo defiendo como escritor, pero no me verás peleando en un ring, ni en una calle. Yo hago mías las palabras de John Schulian en el sentido de que los fanáticos del boxeo somos una especie de voyeristas: nos asomamos a ver pero no participamos.
Es cierto que en una velada boxística, sea una buena o mala, hay mucha riqueza cinematográfica, ¿qué escenas, qué momentos atesora del boxeo?
El boxeo tiene un gran encanto visual. Sus rituales, sus atmósferas… Me gusta ver los guantes cuando están puestos sobre una mesa, esperando al boxeador que se los va a calzar. Me gusta oír el jadeo de los boxeadores cuando están saltando la cuerda frente al espejo. Como digo en mi libro, estoy habitado por un bárbaro que disfruta el espectáculo de dos hombres moliéndose la osamenta a punta de puñetazos.
¿Hay alguna historia que haya olfateado y no haya podido contar?, ¿por qué?
Muchas. Espero tener vida suficiente para contarlas.
¿Alguna historia que se le haya hecho difícil de escribir?
Para mí escribir es, ante todo, reescribir. Desconfía si te sale muy fácil. Si te sale muy fácil seguramente es porque estás haciendo algo mal. Mi querida y admirada amiga Leila Guerriero dice que el primer borrador es sólo un mal necesario. Esa primera versión le sirve a uno, básicamente, para saber qué partes del texto están vivas y empezar a construir algo más ambicioso a partir de ellas.
Si pudiera tener de frente a Mike Tyson, ¿qué le preguntaría o diría?
Le pediría que me permitiera acompañarlo varios días, a ver qué historia encuentro en esa interacción con él. Para mí lo más importante no es lo que los personajes me dicen sino lo que les veo hacer. Robert Louis Stevenson decía que contar historias es escribir sobre gente en acción. Pues, bien: yo procuraría ver a Tyson durante un tiempo que me permitiera conocerlo más allá de sus palabras.