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Una bandada de cuervos se alinea sobre los cables para lanzarse al ataque. Un hombre huye de una avioneta que lo persigue en un campo baldío. Una mujer regresa entre los muertos, otra es asesinada en la ducha. Estas son algunas escenas inolvidables, casi icónicas, de la historia del cine. Todas tienen un nombre en común: Alfred Hitchcock (1899– 1980). Un inglés regordete que, a pesar de su pasividad a la hora de hablar, tenía una mente tan brillante como retorcida para contar las historias más oscuras y manipular las emociones del público desde el primer minuto de cada película.

En su larga carrera, Hitchcock dirigió más de 50 películas y algunos programas de televisión. Con el paso del tiempo fue construyendo un estilo personal muy propio que hacía que sus películas fueran inconfundibles. A continuación, tres rasgos fundamentales del estilo ‹hitchconiano› que pueden explicar por qué se ha convertido en un director de culto y por qué sus cintas han trascendido en el tiempo, convirtiéndose en piezas fundamentales de la historia del cine.

LA CÁMARA CUENTA

Una de las frases de batalla de este director inglés era: «Muestra y no digas». Es decir, las imágenes son las que deben crear la historia. Cada plano estaba a disposición del relato. Un claro ejemplo ocurre cerca del final de la cinta Young and Innocent (1937), cuando los protagonistas de la historia llegan a una fiesta en un club. Ellos saben que en ese lugar se encuentra el asesino que han estado buscando: Un hombre, de unos 30 años, del que solo saben que tiene un tic nervioso en los ojos. Hitchcock le recuerda al espectador esta información con una sutil línea de diálogo. «Debe estar aquí, en algún lugar», replica alguien. En ese punto, la cámara nos muestra un plano general muy abierto donde podemos ver todo el salón de baile, las parejas danzan de un lado a otro y al fondo, la banda toca repitiendo un estribillo: «Nobody cares about the drummer man! (A nadie le importa el baterista)».

La cámara decide moverse y nos adentra poco a poco en la fiesta y, sin cortar, el encuadre se acerca a la banda que toca indiferente en el escenario. La cámara llega hasta la banda y elige acercarse al baterista del grupo, ese que en la canción se nos ha dicho que «a nadie le importa». La cámara se acerca más a su rostro y termina en un plano muy cerrado de sus ojos. Y allí está: el tic nervioso. En un solo plano, Hitchcock nos muestra que el gran misterio, el terrible asesino, está justo frente a todos, escondiéndose a plena vista. El público lo sabe, pero los personajes no tienen ni idea. Aquí, dos lecciones en una: el movimiento de la cámara siempre debe estar al servicio de la historia y, en segundo lugar, los peores criminales pueden estar ocultos frente a nuestros propios ojos.

MAESTRO DE LA AUDIENCIA

Más allá de su habilidad para la puesta en escena y el montaje, Hitchcock siempre supo que lo fundamental era saber manejar la emoción de la audiencia. Alguna vez le dijo al guionista Ernest Lehman que los espectadores eran «como un órgano gigante que tocamos. En un momento, tocamos una nota y obtenemos una reacción, luego tocamos otra y reaccionan de otra manera». Hitchcock se sentía como un director de orquesta que manejaba las emociones de la audiencia con cada plano, cada diálogo y cada nota musical.

El cineasta llegó incluso a controlar la promoción y exhibición de sus películas para conseguir el efecto deseado. Este fue el caso del estreno de Psicosis (1960). Para la proyección de esta cinta, el director pidió a los periodistas no revelar los giros sorpresas de la trama. Las distribuidoras publicaron anuncios en los periódicos para invitar a la audiencia a que mantuviera en secreto el final de la cinta. Se dice, incluso, que el director compró centenares de copias de la novela en la que se basaba la cinta, para evitar que el público pudiera leerla y conociera de antemano la historia. Finalmente, cuando la película llegó a las salas, introdujo un cambio en la exhibición cinematográfica que se mantiene hasta hoy: los horarios de proyección. En ese momento, una buena parte de las salas de cine proyectaban en horarios rotativos, por lo tanto, la gente entraba a cualquier hora, veía una parte de la película y luego se quedaba a la próxima proyección para completar la historia viendo el principio o lo que se había perdido. Hitchcock, consciente de que este sistema ponía en riesgo la eficiencia de su relato, pidió a todos los cines que la cinta se proyectara en horarios específicos a los que el público debía asistir puntual o no podría entrar a la proyección. Esta obsesión ayudó a convertir a Psicosis en un clásico y llevó el cine de Hitchcock a un nuevo nivel de popularidad y maestría.

LA MIRADA DEL VOYEUR

Uno de los rasgos más comunes en el cine de Hitchcock fue darle al espectador un punto de vista privilegiado dentro la historia para aprovechar lo que se podría definir como el placer culpable de la mirada. El director entendía que al interior de todo espectador hay un voyeur que siempre quiere ver un poco más allá. Sabía que todos queremos, de vez en cuando, lanzar una mirada indiscreta por la ventana del vecino, curiosear por una cortina a medio cerrar o abrir esa puerta en la que nos advierten que no podemos mirar. Hitchcock entendía ese deseo oculto y se regodeaba en él.

En su famosa entrevista con Francois Truffaut, el director comenta: «¿Acaso no somos todos unos voyeurs? (...). Le apuesto que nueve de cada diez personas, si contemplan al otro lado del patio a una mujer que se desnuda antes de irse a acostar, o simplemente a un hombre que ordena las cosas en su habitación, no pueden evitar mirarlo (...) Podrían bajar las persianas, pero no lo hacen». Él entendía ese voyeur interno y jugaba a tentarlo. Le permitía la satisfacción de atisbar ligeramente en lo prohibido y así ponerle un poco de riesgo a la vida. Dejando ver otro principio fundamental de su cinematografía, entender que el cine es un juego de emociones, que está hecho para sentirlo, para asustar o conmover. En últimas, para hacer que el espectador se sienta vivo, porque, como él mismo lo dijo: El cine no es más que «la vida, pero sin las partes aburridas».