
El debate de la convivencia
Ninguna posición merece ser desdeñada, porque estamos ante un debate de alta sensibilidad social y cultural. Pero algo habrá que hacer en un mundo donde las identidades familiares e individuales se enfrentan a transformaciones.
La iniciativa del Ministerio de Educación de promover una renovación de los manuales de convicencia en los colegios ha causado un impresionante revuelo nacional, en el que la virulencia retórica está impidendo la necesaria serenidad que merece un debate de tanta trascendencia.
Lo primero que hay que decir es que la ministra Gina Parody no está actuando por capricho, sino obligada por la Ley 1620 –que estableció el Sistema Nacional de Convivencia– y por una sentencia de la Corte que insta a las instituciones a erradicar las discriminaciones en los centros educativos.
El Ministerio, en alianza con organismos de la ONU especializados en temas de educación e infancia, ha elaborado un documento sobre las nuevas realidades de género y sexuales que pretende servir a los establecimientos educativos –rectores y padres de familia– como base para la “reflexión”.
Tanto en el citado documento como en reiteradas declaraciones públicas, los responsables ministeriales han recalcado que se trata de una orientación y que serán los centros docentes los que decidan de manera autónoma el contenido de sus manuales de convivencia. También han señalado que la guía no es un documento acabado, sino que está en fase de debate abierto (se puede consultar en internet) para que los ciudadanos puedan hacer observaciones.
El contenido del documento es, por supuesto, susceptible de debate. Pero lo importante es que la discusión se realice con rigor y sosiego, sin recurrir a argumentos estrambóticos y vociferaciones. Y, mucho menos, a bulos, como sucedió con una supuesta cartilla que el Ministerio habría enviado a los colegios y que resultó ser un cómic gay de un dibujante belga.
Estamos ante un pulso complicado, en el que, por una parte, el Gobierno pretende avanzar en las políticas de inclusión y en la pedagogía sobre nuevas formas de identidad familiar y personal. Y, por la otra, numerosos rectores y padres de familia rechazan que esas visiones se enseñen en las aulas, para lo que apelan a convicciones morales o religiosas, así como a argumentos más técnicos de inoportunidad pedagógica.
Ninguna posición merece ser desdeñada, porque se trata de un asunto de alta sensibilidad cultural y social. Pero, en todo caso, algo habrá que hacer ante un mundo en el que las estructuras familiares y los parámetros de desarrollo de la personalidad están cambiando a ritmo vertiginoso.
Podrá discreparse del borrador elaborado por el Ministerio, pero resulta aconsejable que las disensiones se canalicen en un debate tranquilo. Y, sobre todo, que el legítimo rechazo a ciertas propuestas oficiales no se traduzca en inmovilismo frente a un fenómeno que, más temprano que tarde, exigirá respuestas.
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