Es de justicia la decisión que acaban de adoptar el Ministerio de Vivienda, la Defensoría del Pueblo y la Alcaldía Distrital de Barranquilla en relación con el caso Campo Alegre.
Las tres instancias consensuaron apoyar a las 2.500 familias que tuvieron que abandonar sus viviendas por el deterioro progresivo que generaban los deslizamientos del terreno, poniendo fin a una interinidad que las venía manteniendo en zozobra.
La tragedia para estos ciudadanos empezó a finales de 1998 cuando detectaron un movimiento de terreno, que poco a poco fue afectando viviendas e infraestructura, en una vasta zona que se extendió hasta la calle 38.
La irregularidad obedeció aparentemente a la composición de arcilla marina del suelo, que colapsó, según algunos estudios técnicos, por las excavaciones, la cimentación de las edificaciones y la alteración del drenaje superficial, provocados, a su vez, por la remoción en masa que derivaba el desmedido proceso de urbanización.
Familias enteras que invirtieron todos sus capitales en la ilusión de tener una casa, tuvieron que desalojarlas, porque ya amenazaban con venirse al suelo.
Lo que se debatió, en su momento, era en quién recaía la culpa. Pues, mientras unas versiones indicaban que las autoridades distritales del momento aprobaron las licencias de construcción a sabiendas del mal estado de los terrenos, otras señalaban directamente a los constructores, que venían vinculados a la investigación desde el año 2012.
Ello se mantuvo hasta 10 de febrero de este año, cuando el Tribunal Contencioso Administrativo del Atlántico revocó, por aparentes inconsistencias procedimentales, un auto que decretaba unas pruebas y cesó toda responsabilidad de los constructores. El resarcimiento, en consecuencia, recaería en la Nación y el Distrito. En otras palabras, serían finalmente los colombianos y barranquilleros los que, a través de los impuestos, asumirían el costo de las indemnizaciones, calculadas en por lo menos 200 mil millones de pesos.
Lo que había era una repartición equitativa de la obligación, que no admitían ni la Alcaldía ni las cinco firmas que vendieron las casas y apartamentos; pues, mientras los funcionarios distritales alegaban que el Plan de Ordenamiento Territorial del año 2000 permitía la urbanización en esa zona, los constructores argumentaban que a ellos nadie les advirtió de la inestabilidad de las tierras.
Pero esta semana el ministro de Vivienda, Luis Felipe Henao, anunció que se juntará con el defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, para pedirle al Consejo de Estado que no desvincule a las constructoras de la responsabilidad que tienen en el caso. Por su parte, la Administración distrital radicó una acción de tutela ante el mismo organismo judicial para pedirle que ordene al Tribunal Administrativo, revocar su auto.
Se trata de un acto de reivindicación con estos damnificados de la imprevisión, la improvisación y la falta de rigor de la planeación urbana, que habían empezado a quedarse solos ante la determinación del Tribunal de principios de año. La causa común que han armado las autoridades, en consecuencia, les devuelve la esperanza. Lo único claro en este caso es que alguien tuvo la culpa y alguien tiene que pagar.
Eso deberían admitirlo todos los implicados. Antes que seguir buscando estrategias para ver cómo soslayan la legítima reclamación de los ciudadanos, de una vez por todas deberían sentarse a pactar cómo van a poner fin a este vergonzoso caso.