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Los hospitales públicos de la Costa Caribe anunciaron el lunes que, de persistir la enorme deuda que tienen contraída con ellos las empresas promotoras de salud, lo más probable es que el 1 de agosto empiecen a restringir servicios.

Los gerentes de los hospitales universitarios de Cartagena y Sincelejo; el Cari y el Niño Jesús, de Barranquilla; el San Jerónimo, de Montería, y el Fernando Troconis, de Santa Marta, anunciaron la creación de un bloque común para buscarle solución al problema y lograr por esta vía lo que individualmente no han podido. En ese marco limitarán gradualmente la atención, parando en principio los servicios docentes asistenciales, pediatría y urgencias.

El anuncio es, evidentemente, una medida de presión de los centros de salud, para tratar de recuperar la cartera morosa. Pero la salud es un derecho inquebrantable de los colombianos. La Constitución de 1991 establece, en su artículo 48, que “la Seguridad Social es un servicio público de carácter obligatorio que se prestará bajo la dirección, coordinación y control del Estado, en sujeción a los principios de eficiencia, universalidad y solidaridad, en los términos que establezca la Ley”.

Bajo esa premisa, una suspensión como la que anuncian los hospitales costeños reñiría con un derecho legítimo que, como se ha dicho, tiene rango constitucional.

Pero también es obligación del Estado rodear de garantías a las entidades prestatarias para que puedan honrar los servicios que la ley y la Constitución obligan.

Hay que entender que se trata de hospitales públicos, cuya condición histórica ha sido la precariedad. Una deuda de 342 mil millones de pesos, como la que, según informan los hospitales, tienen contraída las EPS –con fecha de corte 30 de junio de 2015– es asfixiante, por decir lo menos. Aboca al incumplimiento a proveedores, contratistas y trabajadores y, por supuesto, a un deterioro del servicio.

A las autoridades les corresponde intervenir con toda la urgencia que exige un caso como este, donde está en juego el derecho fundamental a la salud. En primerísimo lugar, deben investigar a fondo dónde están retenidos, y por qué motivos, los dineros que debían entrar a los centros hospitalarios.

En este tipo de conflictos, la peor parte la suelen llevar las entidades públicas, ya que, por su propia naturaleza, son más tolerantes con los retrasos. En el caso de las clínicas privadas, la mora conduce, de manera casi automática, a la interrupción del servicio, en ocasiones en forma definitiva.

Más allá de que los gerentes de los seis hospitales públicos cumplan o no su amenaza del cierre parcial de servicios –esperamos que no lo hagan, no solo por su posible colisión con la ley, sino por las consecuencias que pueda tener tal decisión en la salud de los ciudadanos–, el hecho es que estamos ante una bomba de tiempo que las autoridades deben desactivar. Antes de que sea tarde.

Todas las autoridades concernidas deben implicarse en la búsqueda de una solución, y esta debe pasar, en primer lugar, por depurar las responsabilidades. Una deuda no aumenta así de modo espontáneo.