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Con la reelección del presidente Juan Manuel Santos, el país cerró, anoche, un ciclo espinoso de su tradición política. Producto, probablemente, del escaso margen que las distanciaba, las campañas fueron fecundas en provocaciones personales y embates ideológicos.

 

Nada le dejaron a la sutileza, que reviste de ingenio los procesos electorales. Los ataques fueron tan frontales que, por momentos nos situaron en el peor escenario tabernario. Todo se irrespetó: el disentimiento, el derecho a la diferencia, la imparcialidad de las fuerzas armadas, el neutral arbitrio de la justicia, el decoro de la institución presidencial.

Algunas de las propuestas, que debieron ser la síntesis del debate, en el cierre de las campañas se entendieron como respuestas azarosas de los asesores frente a la última proyección de las encuestas y no como lógicas de un reflexivo y juicioso ejercicio programático. Al final los comentaristas hicieron preguntas sobre las fuentes de financiación de esas ofertas, que, en el sosiego de la victoria, debe tener respuestas que no desalienten la esperanza.

Los colombianos, en fin, sentimos, a ratos, que no asistíamos a un debate democrático en el que fluían las ideas, sino a un combate electorero que desnudaba bajas y personales pasiones de poder.

Y ello con agravantes dolorosos, pues mientras se acaloraba, la elección fue resquebrajando a la nación de tal manera, que, en la familiaridad de las tertulias de domingo o la trascendencia de los foros académicos, se generaron tensiones que recordaron los sesgos irreconciliables de períodos aciagos de nuestro pasado, cuando, por cuenta de las divisiones partidistas, vivimos, inclusive, una violencia generalizada.

Por fortuna no llegamos a esos extremos, pero es probable que las pasiones desmedidas hayan creado heridas profundas que hacen urgente una atención por parte del Gobierno. Al hoy reelecto presidente le corresponde, entonces, la inmensa tarea de reconstruir un proyecto de país, que nos vuelva a juntar como sociedad.

No se trata, de ninguna manera, de acallar pensamientos ni tendencias. La democracia necesita las discrepancias ideológicas, que la nutren y revitalizan. Mejor aún: en medio de la polarización que dejó esta elección, es dable contar con una oposición que –abogamos desde ya– ojalá se inspire en la reflexión y los más elevados intereses patrióticos.

Pero hay que identificar un propósito común de Nación. Si la paz lo es –buena parte de los votos que recibió el presidente fueron de apoyo al proceso de La Habana–, el Gobierno debe despejar las inquietudes que le crearon detractores y hacer una pedagogía para dar cuenta de los alcances, las limitaciones y los cronogramas de las negociaciones que avanzan con la guerrilla de las Farc y las que aparentemente están a punto de iniciarse con el ELN. La idea, en cualquier caso, es sacar, ahora, lo mejor de los colombianos, y sepultar, para siempre, este mal rato que acaba de sortear nuestra historia.

Esta es, quizá, la reflexión más urgente que cabe hacer tras los comicios de ayer. Ya habrá oportunidad en los próximos días de analizar con más detenimiento los pormenores de los resultados, entre ellos el papel decisivo que desempeñó la Costa atlántica en la victoria de Santos.