Se celebra hoy la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en un clima de euforia nacional por el triunfo de la Selección colombiana en su debut en el Mundial de Fútbol.
Treinta y tres millones de ciudadanos convocados a las urnas tendrán en sus manos la última decisión sobre quién regirá los destinos del país en los próximos cuatro años.
Los dos contendientes, el actual presidente Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga, poseen todas las credenciales para gobernar la Nación. Tienen una vasta experiencia de servicio en el sector público y, desde sus particulares perspectivas, actúan motivados por el bien de Colombia.
Santos y Zuluaga no son lo mismo, como algunos escépticos pretenden hacer creer. Pese a haber coincidido en otro momento en el proyecto político del presidente Uribe, presentan diferentes puntos de vista sobre un amplio abanico de temas sensibles, como la paz, la economía, la sanidad o las relaciones internacionales.
Esas diferencias constituyen, precisamente, uno de los principales alicientes de estas elecciones. Por otra parte, los colombianos también son –afortunadamente– distintos entre sí. Nada sería más triste, e inquietante, que una sociedad homogeneizada ideológicamente, incapaz de discernir entre las opciones que se le presentan.
De modo que estamos ante el coctel perfecto para una buena celebración de la fiesta democrática: dos candidatos distintos, ambos de intachable trayectoria, y un país que disfruta, como pocas veces en su historia reciente, de un clima relativamente tranquilo para ejercer con libertad su derecho al voto.
No puede decirse, sin embargo, que Santos y Zuluaga hayan actuado de manera ejemplar durante la campaña electoral. Todo lo contrario: los dos incurrieron en prácticas de ‘guerra sucia’ que en nada contribuyen a elevar la cultura democrática de una sociedad.
Los principales escándalos que sacudieron el proceso –el hacker que trabajaba para la campaña de Zuluaga, y los contactos de asesores de Santos con narcotraficantes– terminaron por centrar el debate electoral y eclipsaron durante la mayor parte del tiempo cualquier discusión sobre ideas y programas.
Ahora lo que importa es que los colombianos pronuncien la última palabra. Sería por ello deseable que aquellos que se abstuvieron de votar en la primera vuelta –casi el 60% de los electores– venzan en esta ocasión su apatía.
Una elevada votación no solo da cuenta de una sociedad comprometida con la democracia, sino que otorga aún más legitimidad al ganador de los comicios, algo que nunca sobra cuando lo que está en juego es el destino de un país complejo que se encuentra en un momento crucial de su historia.
El llamado a votar es mucho más perentorio en la Costa Atlántica, región que registró en la primera vuelta la más elevada abstención, que en el caso del Atlántico y La Guajira superó la barrera del 75%.
Desde esta tribuna hacemos un llamado a los ciudadanos para que voten hoy con libertad e independencia, con la convicción de que cada voto es un instrumento poderoso para construir la sociedad. Y confiamos también en que, quien quiera que resulte elegido presidente, trabaje por el bien común y la unidad, hoy fracturada, de los colombianos.