La alcaldesa Elsa Noguera hizo ayer una demostración de buena cintura política al anunciar la revocación de una norma administrativa que establece inquietantes restricciones al uso de disfraces en Carnaval. La mandataria acertó no solo en el contenido de su decisión, sino en la elección del lugar para escenificarla: la Casa de las Marimondas, uno de los lugares más emblemáticos de la que es considerada la fiesta popular más importante de Colombia, en el no menos simbólico Barrio Abajo.
El anuncio de la alcaldesa se produjo a raíz de la polémica que desató la publicación en este diario del Decreto 45 de 2013, que en su artículo 14 prohíbe los disfraces “con alusiones vulgares o morbosas” y los que “atenten contra los asuntos sagrados, la dignidad humana y respeto a las autoridades”.
Este texto, aprobado antes de los carnavales del año pasado, pasó en su momento inadvertido por los medios de comunicación y no tuvo efectos en las fiestas de 2013. Sin embargo, unas declaraciones recientes del inspector general de la Policía, Ricardo Cantillo, en las que expresó su voluntad de hacer cumplir dicha normativa en el Carnaval de 2014, encendió las alarmas de este diario y colocó el citado artículo 14 en el centro del debate.
Sobra aclarar que este periódico rechaza de manera categórica cualquier ofensa a la dignidad humana. El problema del artículo 14 es que no se limitaba a proteger ese valor constitucional, sino que iba mucho más lejos en su fervor regulatorio, introduciéndose en los terrenos pantanosos de la moralidad o de la relación del ciudadano con el poder.
¿Qué significan disfraces “con alusiones vulgares o morbosas”? ¿Quién lo decide? En el Carnaval desfila desde hace muchos años un hombre disfrazado de Sátiro, con un enorme pene de trapo, que ha ganado incluso el premio al mejor disfraz. ¿Hay que prohibirlo? ¿Y qué hacer con las marimondas, cuya capucha presenta una alegoría al falo? “Una marimonda sin nariz no es marimonda”, dijo jocosamente César Morales, el famoso Paragüitas, a la alcaldesa como argumento contra el “articulito” 14.
¿Habría que sacar del Carnaval, por “atentar contra los asuntos sagrados”, al hombre que se disfraza de papa con una pancarta que reza: “Drogadicto XVI”? ¿O al que se transmuta en Policía corrupto y lleva fajos de billetes saliéndole de los bolsillos? ¿O a los que, año tras año, se burlan de los gobernantes con bromas en ocasiones feroces?
Es cierto que las prohibiciones y regulaciones de distinto tipo son consustanciales a la civilización. Pero, en una democracia digna de tal nombre, las limitaciones a la libertad de expresión, como sin duda lo es disfrazarse, debe medirse muy bien y circunscribirse a los casos en que los derechos fundamentales de terceros se puedan ver seriamente lesionados. Este principio general tiene aún más sentido en una fiesta como el Carnaval, cuya propia naturaleza está hecha de desenfreno (pacífico, por supuesto) e irreverencia.
Más que prohibir, lo que hay que hacer es confiar en la inteligencia y el sentido común de los barranquilleros en la selección de sus disfraces. Y no interferir más de los necesario con decretos en los designios del rey Momo.