Minas de Iracal, Cesar. Con solo pasar por la entrada al caserío Los Ceibotes, vienen a la mente de Baldino Sánchez los asesinatos de más de 30 personas cometidos por los paramilitares entre 1998 y 2000 en ese sitio, a un costado del camino escabroso que conduce al corregimiento Minas de Iracal, en el municipio de Pueblo Bello, pie de monte de la Sierra Nevada de Santa Marta a 50 kilómetros de Valledupar.
Este campesino, que se convirtió en uno de los 900 desplazados del pueblo por causa de la violencia, recuerda que en el lugar llamado el ‘Matadero’, los hombres al mando de Rodolfo Lizcano Rueda, alias 38, un temido cabecilla paramilitar en la zona, colocaban retenes armados y con lista en manos esperaban los vehículos que transportaban a los miembros de esta comunidad. 'Los hacían bajar de los carros, les pedían las cédulas y si el nombre de alguno aparecía en esa relación, lo asesinaban', dijo.
Los crímenes en ese punto se suman a otros 50 perpetrados a lo largo y ancho de la localidad. Los muertos eran líderes de la población que primero fue golpeada por el frente 59 de las Farc y después por el Bloque Norte de las Autodefensas. Subversivos y paramilitares ejercieron en distintos periodos un dominio en ese territorio donde la gente vivía del cultivo de café y cría de animales.
Después de cada incursión, los cuerpos aparecían en el puente sobre el río Los Clavos, en la calle principal, frente a La Ceiba y otros sitios en una cruenta temporada que ya hace parte de la memoria histórica de las víctimas del corregimiento.
José Luis Peralta, vocero de esta comunidad, señala que en total fueron 82 líderes asesinados en este pueblo. Ahí comenzó el desplazamiento forzado por más de siete años.
Además hay 4 casos de lesiones personales con incapacidad permanente, 4 falsos positivos y 12 ataques de violencia sexual.
El destierro de minas de Iracal
Entre los ochenta hasta 1998, las 256 familias habían soportado las acciones del frente 59 de las Farc. Sus tierras se convirtieron en paso obligado de subversivos, en las que acampaban.
Baldino Sánchez señala que aunque la comunidad no estaba de acuerdo con esto, ni con los secuestros, extorsiones y ataques a las fincas, nada podían hacer. 'El abandono del Estado era total, al punto que llegó a ser la misma subversión la que resolviera hasta los conflictos de faldas', precisó.
De hecho, fueron las Farc las que comenzaron con los crímenes de sus líderes.

La entrada de una de las muchas fincas abandonadas por quienes aún no retornan.
El 28 de marzo de 1990, mataron al primer corregidor: Elías Orozco Arzuaga y a su hijo, quienes fueron acusados de ser colaboradores del Ejército. En el pueblo dicen que después de que tropas militares patrullaran la zona, los subversivos indicaron que ellos las habían llevado y por eso los mataron, pero reconocen que fue una equivocación.
La convivencia con la guerrilla los estigmatizó y comenzó después el exterminio por parte de los paramilitares. Entonces, Minas de Iracal se convirtió en otro pueblo fantasma del Cesar.
En 1998 las autodefensas cometieron la primera masacre. Asesinaron al corregidor Donaldo Moscote; al presidente de la Junta de Acción Comunal Carlos Moscote y al profesor de la Escuela Nuevas, Daniel Torres Murgas.
Después asesinaron a Amira Orozco, una promotora de salud, cuyo cadáver fue encontrado a orillas de una quebrada. Fue torturada y abusada sexualmente. Así los paramilitares fueron dejando una estela de muerte no solo en Iracal, sino en sus siete veredas.
También mataron al concejal de Pueblo Bello, José Benjumea y a otros líderes. Alias ‘38’ instaló una base cerca a la plaza para exigirles a los campesinos el pago de un impuesto de $10.000 por lo que producía cada hectárea.

Allí cerca a la plaza, alias 38, temido jefe de las AUC, instaló una base en el pueblo.
Reparación colectiva
En 2007, un año después de que las Auc se desmovilizaran, 117 familias regresaron. Encontraron las casas destruidas, las tierras donde dejaron sus cultivos estaban enmontadas y los animales de cría se perdieron. El resto se quedó en los cordones de miseria en Valledupar donde se ubicaron tras el destierro.
'Los que retornamos comenzamos a trabajar con las uñas, las casas se habían caído, los corrales en el suelo, los cafetales en rastrojo, todos los cultivos perdidos, estábamos sin recursos, pero empezamos a reconstruir el pueblo', indicó José Luis Peralta.
El pueblo tiene un puesto de salud que no funciona, no cuenta con dotación, ni personal médico, mientras que las escuelas en las veredas están abandonadas y en deterioro. En el pasado, fueron sitios de acantonamiento de los paramilitares. 'A los enfermos nos toca sacarlos en hamacas hasta la carretera y llevarlos a Valledupar', dice.
En 2010 los campesinos que retornaron crearon la Asociación de Víctimas Alianza por la Vida, para reclamar la atención del Gobierno Nacional.
Jenito José Herrera, vocero de esa organización, señala que Minas de Iracal era una comunidad de familias trabajadoras. 'Nuestra fortaleza era la agricultura, teníamos un tejido social donde nos sentíamos como hermanos, pero llegó el conflicto y con él las matanzas, nos dispersaron, acabaron con nuestras fincas y nos tocó irnos a Valledupar'.
Cuando los paramilitares llegaron, solo por el hecho de decir que eran de Las Minas de Iracal los sindicaban de guerrilleros.
En Valledupar aún hay unas 100 familias que no quieren regresar porque se ganan la vida en la informalidad, debido a que perdieron todo en sus tierras de origen.
La directora territorial de la Unidad de Víctimas en el Cesar y La Guajira, Juana Ramírez de Araújo, sostiene que 'estamos en un proceso de acercamiento con la comunidad, iniciamos un plan de apoyo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo'.
Uno de los avances –dice– ha sido ubicar a las familias que no quieren regresar porque prácticamente se reintegraron a la ciudad, muchos tienen sus hijos estudiando en esta ciudad.
La reparación colectiva que demandan comprende asistencia, reparación integral, indemnizaciones y reconocimiento del daño que por causa del conflicto sufrió esa comunidad.
Actualmente, por convenio con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo con el gobierno de Corea del Sur y el Ministerio de Agricultura en Colombia, sembraron 54 hectáreas de cacao con el fin de mejorar sus ingresos y garantizar seguridad alimentaria para igual número de familias.