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En ocasiones cuando cuento la historia de mi extraño avistamiento en Puerto Colombia algunas amistades que presumen su inteligencia me dicen que tales fenómenos ocurren por la perspectiva del observador, o por algún efecto físico como la refracción. Más sin embargo, yo pienso que en el mundo suelen haber cosas que se le escapan al intelecto humano. Así pues, sean ustedes quienes juzguen.

Recuerdo que en aquella noche de delirio me encontraba vagando en la cima de un montuoso arrabal cuando la vi anclada en el firmamento. Percibí algo así como un titilante resplandor en el cielo, y quedé pasmado al ver la imagen de una solitaria y peculiar estrella en el horizonte. La observé impasible algunos minutos pensando en que era algo nunca antes visto, y tuve que haber sentido una intensa fuerza de atracción, pues el astro parecía estar más cerca de lo normal.

En frente de aquella panorámica los minutos de mi reloj se volvieron horas de fija mirada hacia la esfera celeste, hasta cuando tuve la absurda idea de que el punto que observaba se movía como si poseyera conciencia propia, como si cambiara su posición en el cielo y descendiera constantemente.

Sorprendido, bajé de la colina sin dejar de mirar el espacio exterior, pero no encontré sino caminos que conducían hasta la playa. Y entonces ya no me quedaron dudas: la estrella se movía, y la irreverencia de su danza entre las oscuras nubes del universo me hizo temblar.

La perseguí obstinadamente por mucho tiempo, hasta cuando llegué al final del muelle y se acabó el suelo bajo mis pies. Allí mientras las olas rugían con vehemencia y en el aire se arremolinaba un clima frío, vi a mi estrella precipitarse peligrosamente hasta acabar sumergida en el océano Atlántico, esfumándose en el horizonte infinito, fundida con el mar inmenso.

Cuando quise ver de nuevo, levanté mi vista de melancólica nostalgia, pero ya no quedaban estrellas en el cielo. Había empezado un nuevo día, un nuevo amanecer.

Andrés C. Palacio 
@andresss_palacio a