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Las cosas para algunos seres humanos aparentan ser una y en la realidad son otras. Esta historia inicia un sábado de Carnaval cuando José Kalú se levantó más temprano que de costumbre y comenzó a preparar el disfraz que luciría esa noche en el salón Carioca.

Por pareja no se preocupaba porque iría al bar El Tetero y sacaría a alguna de las muchachas en servicio, aunque le tocara pagar por hacerlo. Sacó del ropero varios disfraces y luego de buscar el apropiado, se decidió por el de Mandrake el Mago.

Llegó el medio día y las gentes, unas disfrazadas y otras con los rostros untados con maizena, desfilaban frente a su casa, con rumbo a la Batalla de Flores.

Pasó Dámaso se disfrazó de Mico Rabón. El viejo Julio H. Padilla de Toro Negro. Lilio Baldovino con su barriga de cebo. Alejandro Benavides de Mono Cuco Guayabero. José Padilla de Marimonda Brincona, Orlando Linares de Loca Arrebatada, y muchos más que harían una lista interminable.

La ciudad parecía una bomba a punto de reventar con un ruido ensordecedor que no permitía distinguir las distintas melodías de los ritmos en función. Por doquier se entretejían los colores que adornaban los diversos disfraces. Era la primera noche de carnaval y el desenfreno lo invadía todo.

José Kalú no pudo sacar de El tetero a ninguna damisela que lo acompañara esa noche. Volvió al barrio y sus diligencias se frustraron con la negativa de todas y cada una de las posibles muchachas que él pensaba accedieran a su petición y optó por quedarse en la verbena popular de su barrio, San Pacho.

En ocasiones no alcanzaba a bailar una canción completa porque alguien en las mismas condiciones que él, había entrado al salón sin pareja y reclamaba su turno. Era la manera de divertirse todos sin problema alguno.

Por los rumbos del barrio Bellavista se dejaba escuchar, a manera de vaivén, los acordes de El Gallo Giro tocado por la cumbiamba el Perrencazo.

Un golpe de viento arremolinando arena le obligó a cerrar los ojos; cuando los abrió observó la figura de una mujer, que trataba de bajarse la falda levantada por la brisa. No podía pasar inadvertida para nadie dadas sus formas. José Kalú no dejó de mirarla mientras la mujer se aproximaba cantoneando su cuerpo voluptuosamente. La analizó rápidamente y se dio cuenta que su vestido negro, corto y cubierto con lentejuelas, abrazaba una cintura por debajo de los sesenta centímetros. La mujer preguntó, al llegar, por una dirección y un nombre. José Kalú la escuchó y eran suyas las referencias. Preguntó a la mujer los motivos de su búsqueda y ésta le dijo que la envió el administrador de El Tetero. Entraron a la caseta y pasaron el resto de la madrugada en el lugar. Acordaron encontrarse al anochecer del mismo domingo en el salón Carioca.

Kalú se levantó pasado un poco el mediodía del domingo. En la noche Kalú llego a la entrada de El Carioca, la Orquesta A#1, del maestro Pianetta Pitalúa, estaba tocando El tronco, porro de su inspiración.

La espera no duró mucho y la pareja entró al salón. En está ocasión no esperaron que amaneciera y se fueron a casa de José Kalú.

La cuarta cita fue acordada para ver el desfile de la Conquista del Carnaval y luego a terminar las fiestas en casa de la muchacha. Acordaron ir, ella disfrazada de viuda y él de Joselito. Terminado el desfile enrumbaron a ciudad tranquila, sitio de residencia de ella.

Pasaron las horas y con ellas comenzaron a llegar los primeros resplandores del nuevo día. hasta quedar todo en silencio, y mientras a José kalú le invadía un profundo sueño, escuchaba decir a alguien: mira ese par de muñecos abandonados en la puerta de cementerio. Parece que estuvieran vivos.

Ulises R Rico Olivero