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En la calle hay un cuervo. No saben si está muerto o si está arroyado, pero lo cierto es que parece que su dolor es insufrible. Chilla y grazna, o lo que parece un graznido, como pasando de una estación a otra; A un soñador que sueña que es soñado. Los niños —Que vieron que no es una serpiente—, despedazan el cadáver.

Lo tocan con palos. Lo patean. Hasta que solo queda una masa irreconocible de plumas. El cuervo suelta su último alarido que consumen todas sus fuerzas de golpe, y expira. La vara conque lo apalearon, ahora equivale a una fina y delgada rama que corta el aire zumbando. Visualiza la sombra antropoide cada vez que cierra los parpados. Se confunde con el sonido de una grúa. El cuerpo inerte y frio, como sucumbiendo su espíritu, maldice a los niños. Bomberos y fumadores, policías. Los policías se traquean los dedos cada minuto. Quizá un imprudente no respetara la sirena, y allí hallara la muerte: Arroyado, comprimido en un carro hecho ruinas. Pero el policía prefiere relegar la desventura a otros planos de la existencia, de los que está seguro, jamás conocerá. ¿Dependerá de mi existencia ese hombre? ¿Estaría vivo aún, si al levantarme, hubiese pisado con el pie derecho…? Es un cadáver consciente de que es un cadáver, a sabiendas de que todos son consciente de que es un cadáver. No le quedan ni fuerzas para entregar el alma dando gloria a Dios. A su alrededor se superponen luces rojas con el murmullo público. Lo llevan en una camilla, en una bolsa impermeable, a punto de cerrar la corredera. Ya solo le quedaba la consciencia visual de la oscuridad, cuando se dejó sumergir, comprendió que no estaba alucinando: Había muerto, no había otra explicación lógica.

Osneider Acuña