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Hay ciudades que además de edificios tienen encantos escondidos que no se perciben a primera vista.

Barranquilla tiene muchos, pero desafortunadamente están desapareciendo para darle paso al individualismo y la simplicidad.

Lo digo porque con frecuencia voy al trabajo (como si estuviera en Europa) en bus colectivo. Y lo disfruto (o más bien, lo disfrutaba), porque me agradaba escuchar a la gente con sus ingeniosas ocurrencias salpicadas de buen humor.

Lástima, porque soy de los que piensa que todos estos cambios van a afectar el patrimonio más importante de la ciudad: El Carnaval.

Si. El Carnaval; esa eclosión de alegría y jolgorio que solo irradia en la mente de gente chévere y desprevenida como el propio Currambero de andén y esquina. El salsero, Trojero, verbenero etc, al que hacía alusión el inolvidable Jairo Paba en su programa radial del dedo arriba y el ánimo por las nubes.

Lo peor de todo es que, ya los grandes bacanes de la ciudad están colgando los guayos, y su espacio lo están ocupando ramplones portavoces de la vulgaridad, el "Espantajopismo" y la ramplonería.

Y bueno, perdonen por desviarme del tema; lo que quería decirles era que esa vida habita como lugar de encuentro de nuestra cultura en el interior de los buses urbanos, la estamos perdiendo porque ya nadie conversa en ellos. De 40 pasajeros, 30 van pegados a la pantalla del celular ( jugando con muñequitos o chateando); 5 van durmiendo; y los otros 5 van con la cara amarga como si hubieran dormido con la suegra.

En fin, esa es la modernidad que apoyada en una tecnología invasiva pareciera que nos estuviera arreando a pasos agigantados hacia el abismo de la mediocridad y la ignorancia.

En fin, me tocará volver a la bicicleta (tomando el riesgo casi inminente que me atropellen, en este mar de vehículos en que se han convertido nuestras vías) o simplemente, levantarme más temprano para irme a la U. a pie.

Ignacio Consuegra