Toc, toc. Abren la puerta. Una menor de edad se arma de valor, contiene sus tristezas como puede, e informa que el cadáver que se encuentra en el interior de su casa es el de su padre. Antes de que siquiera obtenga una respuesta por quienes acaban de llegar a su morada, respira profundo –haciendo de tripas corazón para que no se le escape una lágrima– y prosigue con su angustioso relato: su madre está en una unidad de cuidados intensivos, las esperanzas de sobrevivir son minúsculas y tiene un dolor en el pecho que no sabe si es por un vacío en el alma o por una enfermedad. Está agobiada y la serie de dificultades que enfrenta la hace temer lo peor.
La pequeña está sola, con sus familiares lejos, con su mundo desmoronándose a pedazos a raíz del coronavirus, pero logra mantenerse en pie. Y ahí, en la entrada de lo que todos estos años ha considerado su hogar, encuentra apoyo en dos mujeres desconocidas a las que solo alcanza a verle los ojos, debido a las varias capas de tela en las que están forradas. Quizás no recibe el abrazo que tanto necesita, pero sí acepta unas palabras de aliento en medio de su soledad y una guía para cumplir durante días difíciles.
Debido a sus trajes, una vestimenta que les invisibiliza cualquier emoción en el rostro, las mujeres en mención parecen completamente ajenas a cualquier situación que les toca afrontar a diario, pero en realidad es todo lo contrario. El olor a muerte y la fatídica rutina que se vive en la nueva normalidad es algo que las afecta por más preparadas y capacitadas que estén. Su principal objetivo es plano, la búsqueda constante de nuevos casos de covid en la ciudad; sin embargo, su labor va más allá de hisopados, visitas de rutina, formularios y polainas. Les toca ser faros en medio de la oscuridad, soporte a familias en desgracia y ‘mano amiga’ –al menos en materia de apoyo moral– a un desconocido con una enfermedad mortal en su cuerpo.
A ellas, que hacen parte del personal de salud del Distrito, les ha tocado bailar con la más ‘fea’. Quizás ya no son insultadas, como al principio de la pandemia, cuando llegaban a un barrio. Ya no reciben agresiones verbales, ni son discriminadas. Ya no generan rechazo –sobre todo en las comunidades de escasos recursos– cuando con sus trajes antifluidos y botiquines en mano recorrían las calles de la ciudad. Dejaron de ser una ‘visita no grata’, pero su incansable labor sigue siendo extremadamente difícil y cruel en cuestiones anímicas por los devastadores casos que conocen de primera mano. Eso sin contar que día a día se exponen a infectarse del virus que tanto quieren mantener lejos de su casa.