Petro será inolvidable, sí. Pero no por su grandeza, sino por su obsesión con el caos. Por convertir la política exterior en teatro y la interna en campo de batalla. Por querer pasar a la historia, aunque sea a costa del país que juró proteger.
La paz no es ausencia de balas. Es presencia de respeto, de justicia y de oportunidades. Es poder vivir sin miedo. En Gaza o en Soacha, en Tel Aviv o en Barranquilla, la paz se parece más de lo que creemos: es poder vivir sin esconderse.
El Congreso y el Gobierno tienen la oportunidad de hacerlo en serio, de convertir el discurso en hechos. Sería un error histórico frenar ese impulso justo ahora y dejar que el pan se queme en la puerta del horno. Este es el momento de confiar en las regiones y permitir que el futuro empiece donde siempre debió estar: con la gente.
Un país digno no necesita inventar enemigos para sentirse fuerte. Se respeta porque respeta a su gente. Pero hoy ocurre lo contrario. Petro dice que “defiende” al pueblo enfrentando a potencias, mientras en la práctica lo sacrifica con más inseguridad, más aislamiento y menos oportunidades.
Ese coraje de ser firmes y, al mismo tiempo, abrir la puerta al perdón es lo que falta en Colombia. Petro puede hablar de la fuerza en escenarios internacionales, pero aquí seguimos lejos de una mano firme que proteja y de un liderazgo que nos acerque a la reconciliación.
Lo que pasó con Kirk va más allá de él: es el síntoma de una sociedad que prefiere eliminar al distinto antes que escucharlo, que castiga la palabra incómoda y permite la violencia. Si el debate muere, la democracia muere con él. Y lo que ocupa su lugar nunca trae justicia, solo tristeza.
El día que entendamos que el objetivo no es ganarle al otro sino dejar un mejor país para nuestros hijos, la política dejará de ser ruido y volverá a ser lo que debería: liderazgo al servicio de la gente.
Estados Unidos lo sigue teniendo todo: poder militar, instituciones sólidas, el dólar como moneda global. Pero lo esencial lo está perdiendo: la confianza. Esa confianza que no se compra con armas ni con slogans, sino con lealtad a los amigos.
No podemos caer en los engaños de un Gobierno que, en plena campaña, necesita mostrar resultados y entregará más espacios a los delincuentes. Cada anuncio y foto firmando acuerdos nos la querrán vender como prueba de que la “paz” avanza, pero será una farsa; una cortina de humo que no desarma a nadie, no libera territorios, y solo fortalece a los bandidos.
Mientras unos juegan a la guerra, quienes pagan la cuenta son los de siempre, la gente común. Porque la vida real en Venezuela no está en los barcos ni en los comunicados: está en las seis horas de fila por un kilo de harina.