Atlántico

Nueva Colombia: el barrio a punto de desaparecer

Más de 500 familias lloran la pérdida de sus hogares en el populoso sector de la localidad Suroccidente de Barranquilla. Tienen hambre, frío y claman una pronta reubicación pues consideran que el terreno no podrá volver a ser habitado.

Hace treinta años doña Miriam Lozano estaba en plena catarsis. Su expareja, un tipo vividor, irresponsable y que un día decidió cambiarla por otra más joven sin decir adiós, la dejó a la intemperie y con un niño de siete años a bordo, que pese a su corta edad ya sentía un rechazo y fastidio por el actuar de su progenitor que rige hasta hoy en día. 

Con su ‘pelao’ en brazos y, pese a no tener una gran formación académica ni profesional, sin prácticamente leer o escribir con desparpajo, con enormes carencias para llevarse un pan en la boca y con el demoledor peso de estar obligada a  ganarle a la batalla de no fracasar como madre soltera, decidió echar raíces con los pocos pesos que lograba alcanzar del rebusque en el inicio de un cerro en el barrio Nueva Colombia, un sector erigido en una ladera de la localidad Suroccidente y ubicado entre San Felipe, Carlos Meisel, La Manga y Los Andes.

Nueva Colombia, en ese entonces, era conocido como un barrio de negros por su cantidad de afrodescendientes provenientes de San Basilio de Palenque; sin embargo, ya albergaba a personas que no tenían donde caerse muertas y a migrantes venezolanos. Doña Miriam –como pudo– levantó un rancho en madera, ladrillos, triplex y cualquier otro material que diera solidez a la vivienda. 

Lozano entonces superó su despecho, sacó adelante a su hijo y se sentía orgullosa de lo valiente y fuerte que fue para superar los obstáculos que le puso la vida, pero como no podía ser de otra manera para su mala suerte, la misma vida le volvió a dar otra cachetada. El pasado fin de semana la tierra bramó, se fracturó y abrió sus fauces para comerse los palillos de madera que estaban arriba de ella. 

El ‘monstruo’, alimentado por las fuertes e históricas lluvias que han caído, le quitó todo a doña Miriam, que tras ver cómo sus paredes se caían, cómo sus enseres se mojaban, cómo su ropa se perdía, el techo colapsaba, cómo huía de todos los objetos que podían partirle la cabeza en dos y cómo su vida se hacía trizas, gritó, lloró y maldijo al mismo Dios al que hoy se aferra tras quedarse sin nada.

Hoy es fácil encontrarle en frente de la fachada de su casa, un pedazo de madera pintado de blanco y verde, con patos mirándose de frente y cuatro flores, que fue lo único que quedó en pie. Miriam ahora hace parte de las 500 familias que la temporada invernal damnificó en el barrio.

“Para mí el barrio Nueva Colombia murió, dejó de existir. Esto es muy duro, duele mucho ver cómo pierde uno lo que con tanto esfuerzo uno hizo. No sé qué voy a hacer”, contó la mujer de 60 años con lágrimas recorriendo sus mejillas.

Unos metros después de la escombrera de la casa de Miriam, varios niños corren por las callecitas del barrio, que básicamente ahora son serpenteadas por un ojo de agua que nadie sabe de dónde salió. Algunos de los menores han empezado a sufrir alergias en sus piernas o picadas de animales en las noches. Otros están deprimidos porque su casita ya no existe. Preguntan qué pasó, pero las respuestas no las entienden.

Tras la tragedia, la mayoría de las familias damnificadas rescataron lo que pudieron de sus hogares y pasan la noche en hogares de amigos o seres queridos. Eso sí, durante el día tienen que hacer guardia en lo que quedó de sus casas porque manadas de delincuentes han aprovechado para robar hierro, pisos, rejas y cualquier cosa que haya quedado sin mayores afectaciones.

Sin embargo, otras familias no tienen a dónde irse. Entonces, cuando cae el sol, se acurrucan unos sobre otros sobre un colchón de ladrillos y se tapan con sábanas viejas y, en algunos casos, húmedas por la lluvia que no ha parado por estos días.

“Da mucho miedo dormir así. Por los animales, porque puede llover de nuevo, porque es muy incómodo. No tenemos techo. Uno en realidad no duerme porque se la pasa pensando en lo que nos pasó, en cómo vamos a hacer para salir adelante. Hemos llorado a cada rato”, explicó Marticela Marimón.

En la zona cero de la tragedia huele a agua de alcantarilla. Hay desperdicios por doquier. Hay zapatos, medias, licuadoras rotas, rocas y agua, mucha agua. A medida que se sube por el cerro, la escena es más devastadora. 

Las familias que ahí viven son mucho más pobres que las otras. La mayoría son migrantes de Venezuela. La gran mayoría son mujeres. Algunas venden café, otras chicles. Otras son trabajadoras sexuales. Lo cierto es que ya no saben qué es peor: si estar en su país, o en la tragedia de uno ajeno.

“Va a tocar irnos por el Darién. Porque ya con todo esto no nos puede ir peor”, dicen entre risas.

En Nueva Colombia hay dos grandes ollas comunitarias. Una en la parte alta y otra en la falda del cerrito, en la otrora terraza de Marticela. Allí los vecinos reúnen lo que pueden de comida y lo juntan con algunas de las ayudas que reciben y hacen una gran sopa de plátano en leña que calma el hambre por estos días. Sin embargo, el plato no es más que una agua caliente sin mucho sabor y las proteínas necesarias para que los niños coman las raciones alimentarias básicas para su nutrición.

Tras la comida, al menos una de las ollas queda encendida. El objetivo es que el humo de la leña espante a los mosquitos y los bichos que en la oscuridad aparecen en medio de la tragedia y, de esa manera, los pocos damnificados que se quedan a dormir estén un poco más tranquilos.

“Ahora solo le pedimos a Dios y oramos para que no llueva más. Aquí ya oran hasta los que antes no lo hacían. Pedimos que haya misericordia para que esto no siga cediendo. Yo nunca había vivido en mi vida algo como esto. Ver cómo lo que uno construyó con tanto esfuerzo se va en un abrir y cerrar de ojos no es fácil. Y más porque soy una madre soltera. Yo solo me dedico a vender por catálogo. Esto es caótico”, contó María Padilla.

La tragedia parece no tener fin. Con el pasar de los días, las casas que no han colapsado evidencian fisuras muchísimo más grandes. Adicionalmente, la lluvia que sigue cayendo ha desestabilizado más el terreno del barrio. Es tan grave la situación que el terreno vibra con cada pisada y apoyarse sobre una pared podría terminar de hacerle caer.

“Ya no uno sabe si tiene más lágrimas. Yo encontré a mi sobrina llorando porque su casita se le había caído. ¿Qué puede decir uno en ese momento? Todo duele mucho. Ellos no pueden ir al colegio, no tienen educación en estos momentos y viven muy mal”, aseguró María Luisa Padilla, de 37 años.

En la actualidad, los habitantes del barrio Nueva Colombia claman ayudas y una urgente reubicación pues consideran que es imposible volver a vivir en el actual terreno. Sin embargo, son optimistas de que volverán a salir adelante, una ilusión que se esfuma cada vez que se encapota el cielo.

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