Escuché en la radio, a propósito de la suspensión del alcalde de Bogotá, a un periodista que trataba de explicar el hecho con el argumento de que Colombia es un país santanderista; en su voz había una mezcla de orgullo y resignación, como si esta afición colombiana por la ley fuera el factor determinante de nuestra identidad y de nuestro sino. No estoy seguro de que Santander hubiese aprobado que se usara su apellido para designar ese desmedido culto a los códigos.
Lo que quiso decir el periodista es que la decisión del procurador Ordóñez es un claro ejemplo de nuestro atávico deseo de apegarnos a las normas legales. La ley nos enloquece, nos aliena, nos obnubila; recurrimos a ella para tratar de salvarnos de nuestro desorden, de nuestra indolencia, de nuestro carácter pendenciero; las facultades de derecho están atiborradas de jóvenes que por inercia repiten miles de veces el axioma que deberán traicionar otras miles de veces cuando sean grandes, cuando sean doctores del la ley, cuando sean abogados: nadie ni nada está por encima de la ley.
Esa severa sentencia que llena las bocas de los juristas es la consecuencia de una romántica teoría que pretende zanjar definitivamente todos los conflictos derivados de la convivencia humana, pero, como siempre ocurre cuando se quiere ordenar el mundo con una frase ingeniosa, la insondable complejidad de la vida real termina imponiéndose.
Es entonces cuando asistimos al patético espectáculo de los exabruptos de la justicia. Un hombre es condenado a seis años de cárcel por robar un cubo de caldo de gallina. Un padre de familia amoroso pierde el derecho a ver a sus hijos porque no puede cumplir con la cuota que le asignó un juez. Un tecnicismo permite que un asesino obtenga la casa por cárcel. Otro tecnicismo permite que un acusado permanezca en la cárcel sin que se haya siquiera iniciado un juicio en su contra. El creador de una pirámide es apresado, extraditado y condenado en cinco minutos a pasar el resto de sus días en una prisión. Los creadores de otra pirámide, más sofisticada, se defienden en libertad mientras negocian una pena que en la práctica no pasará de cinco años.
Obviamente, la ley es el pilar fundamental de cualquier sociedad, pero a pesar del símbolo de la famosa mujer con los ojos vendados, su interpretación y aplicación no deben hacerse a ciegas, de espaldas (como en el rito lefebvrista). Para que esto no ocurra, la sociedad debe tratar por todos los medios de entregarle la administración de justicia a personas sensatas, equilibradas y con sentido de la realidad, porque son ellas las que cargan sobre su espalda la inmensa responsabilidad de mantener la cohesión social y la confianza ciudadana; su talante debe estar sintonizado con el espíritu del pueblo al que sirven y sus convicciones o creencias deben estar subordinadas al interés de toda la comunidad.
Nuestros representantes en el parlamento se han equivocado, y sus electores con ellos, al elegir para el cargo de Procurador General a una persona que adora la letra en el código, el artículo, el inciso, la coma, el punto, pero cuyas decisiones resultan a veces tan desproporcionadas como un golpe en la cabeza con un tomo del Corpus Iuris Civilis. Es paradójico que un ultraconservador quemador de libros y miembro de una secta medieval sea el más juicioso representante de nuestro santanderismo, ese triste y peligroso modo de ser del que hablaba hace unos días, con orgullo y resignación, un periodista en la radio.
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