Uno de los temas que más inquieta a la ciudadanía —y de los que se espera respuestas concretas de los candidatos a cargos de elección popular—, es el de la seguridad ciudadana.

La percepción de la mayoría de las personas es que las acciones para reducir la criminalidad no han tenido el impacto esperado: más policías en la ciudad; cámaras de seguridad; reparación de parques; alumbrado público, y programas para jóvenes parecen no dar los efectos esperados.

Un hecho muy llamativo son los resultados del informe de la Subdirección de Responsabilidad Penal para Adolescentes del Atlántico, que muestran un crecimiento significativo de la presencia de jóvenes menores de 18 años en la comisión de delitos, especialmente en robos, atracos, raponazos y hurto a residencias.

Desde el punto de vista científico, hay evidencias para explicar algunas razones por las que los jóvenes incurren en conductas delictivas. La inmadurez del cerebro adolescente, en particular de la corteza pre-frontal —que es esencial para el juicio y la supresión de los impulsos—, los predispone a asumir mayores riesgos.

Es común que la violencia juvenil esté asociada a la conformación de pandillas. Estas satisfacen en los jóvenes muchas necesidades de identidad, de relaciones, y les proporciona una sensación de poder y control; además, logros económicos. Para los que carecen de relaciones familiares positivas, la pandilla puede convertirse en familia sustituta. Mediante la violencia, muchas veces pueden fortalecer los vínculos de lealtad y amistad dentro de las bandas.

El problema del delito en los jóvenes no puede quedar reducido a un código penal o a acciones punitivas. Hoy se sabe con claridad que niños criados en ambientes rechazantes o en ambientes excesivamente permisivos o caóticos, desde muy temprana edad se comportan de manera agresiva y hostil; y cuando se crían en vecindarios urbanos inestables y desventajados son fácilmente reclutados por los violentos.

Estos jóvenes que cometen actos criminales se caracterizan por la negativa a escuchar a sus padres y maestros; no consideran los sentimientos y los derechos de los demás. Y aprenden que la violencia o la amenaza es lo más eficiente para resolver sus problemas.

Desde mi perspectiva, los gobernantes esperan más de lo que la Policía puede realmente hacer, y no invierten lo suficiente para prevenir o tratar la conducta violenta de los jóvenes. Hoy existen programas que han demostrado ser eficientes para prevenir la conducta violenta, y dar a los jóvenes los instrumentos para un mayor control emocional. Esto tampoco es la panacea, si no forma parte de una política integral de seguridad ciudadana. Si queremos que no siga creciendo el número de jóvenes que delinquen, los procesos de prevención deben empezar a partir de los tres años de edad, cuando el niño está en capacidad de asimilar normas sociales.

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