Oh niña, uno se come un bollo y queda arreglao; pero con eso de sánduche, no', dice José Gregorio Arrieta, un campesino de los Montes de María, quien no deja de mover el amasijo amarillo que tiene en una totuma.
En el otro extremo del departamento de Sucre, en el corregimiento Huertas Chicas, Sampués, Ana Paulina Paternina Molina coincide con Arrieta. Ella, con 55 años en el oficio, afirma: 'Uno se come un bollo y queda bien, aguanta lo que sea. La gente del campo tiene que alimentarse bien porque trabaja fuerte'.
Cuenta que aprendió el arte de su suegra María Petrona Padilla y, orgullosa, dice que con ayuda de su esposo, Fernando Hernández, pudo levantar a sus siete hijos.
Ana es experta en la variación bollo chocliao, que es el menos trabajado porque el maíz se cocina con las hojas.
Allí, en pleno corazón del pueblo zenú, se tejen dos culturas: la de la caña flecha con la que hacen el sombrero vueltiao, y la de los bollos, una tradición bien amasada y envuelta por años.

Sofía Aguas, o la Niña Sofi, como la llaman, es toda una experta en bollo limpio.
La mujer habla sin parar. Carga una ponchera de maíz listo para moler. Asegura que las familias que han vivido del oficio por muchos años se niegan a que la tradición se pierda. Eso explica por qué en cada una de las 300 casas hay un molino.
'No todas las familias viven de este oficio, pero quienes lo hemos hecho conocemos bien que la tradición es desayunar, almorzar y comer con bollo', dice.
Oficio no reconocido
Pese a la tradición, aún no está reconocido oficialmente el oficio de estas hacedoras. Tampoco existe un censo de las familias que se dedican a este arte.
De ahí la iniciativa del chef Álex Quessep ante el Ministerio de Cultura, para que a través de los ‘Amasijos de Sucre’ quede implementada una política que salvaguarde y difunda los saberes asociados a estas tradiciones.
Ana muele el maíz durante una hora. La noche anterior lo había cocido parcialmente y pese a su trabajo no hay asomo de fatiga en ella. La mujer hace todo el proceso, desde sembrar la materia prima hasta prender el carbón y cocinar los bollos.
A esa hora, 10 de la mañana, acomoda la masa en las hojas secas de cascarón de maíz, con la precisión que le da su experiencia. Las porciones, casi exactas, las amarra con cepa de plátano para meter los bollos en un caldero tiznado por el uso en el fogón de leña. Una estela de humo indica que todo está listo para la cocción.

José Acevedo es un veterano vendedor de bollos de mazorca, coco y plátano.
'Al bollo chocliao no se le pone ni sal ni azúcar. El sabor se lo da el acompañante, que puede ser ajonjolí, suero, queso, guiso o hasta café con leche. Y para que no se amargue hay que cortarlo sin tropezar la tusa, hasta para eso hay que tener arte', explica con sus ojos puestos sobre el fogón. '¡Ya hacen taca, taca, eso quiere decir que están!', exclama.
Con orgullo recuerda que toda su familia vive en torno a esta tradición. Antes de irse al colegio, sus hijos dejaban algo adelantado. Una de ellas, Ledys Hernández, docente, gestora cultural y Mujer Cafam en Sucre, por años se dedicó a ayudarla en esta labor.
Un amor con mucho sabor
Desde hace 20 años a Darío Prasca y Edith Díaz Acosta los une algo más que el amor por sus cinco hijos. En vista de la falta de oportunidades laborales, la pareja oriunda de San Marcos decidió tener su propia famiempresa.
Su jornada comienza a las 4 de la madrugada, dos horas antes de que lleguen sus clientes ansiosos. Darío se encarga de seleccionar el maíz, lo corta de la tusa y lo muele. Ella le da el toque especial a la masa, a la que solo le agrega sal y azúcar, y los envuelve para llevarlos al fogón de leña por dos horas.
La pareja hace 200 bollos diarios que distribuye en tiendas o por encargo. La unidad la ofrecen en 500 pesos, o a 400 si es por cantidades. 'Hemos vendido bollos que mandan a Venezuela, Medellín, Barranquilla, hasta España', dice Darío, que también destaca que con este oficio criaron a sus hijos.
El toque de la niña Sofi. En Sincé hay familias enteras que desde hace 55 años son clientes de Sofía Elena Aguas Ramírez. La niña Sofi, como la llaman en el pueblo, es una de las matronas de La Ceja o el barrio industrial del municipio, donde hay cinco familias que viven de preparar y comercializar bollos.

Darío Prasca y Edith Díaz frente al caldero en que preparan el maíz para el bollo.
A sus 77 años cuenta que ella también heredó el arte de su familia, porque fue su tía María Petrona Martínez la que le enseñó a preparar el bollo limpio. Con los años aprendió otras variedades que la fueron posicionando como una de las mejores en la tierra de la Virgen del Socorro.
Su jornada empieza a las 3 de la madrugada. Lo primero que hace es menear el maíz blanco que dos días antes deja en remojo.
Humberto Acosta, uno de sus 11 hijos, es el que lo pila durante tres horas hasta convertirlo en harina. Esta pasa a un caldero con agua para ponerlo al fuego hasta que tome consistencia. 'Los preparo con agua lluvia porque la de la pluma los pone babosos, esa no sirve', explica Sofi.
La masa que obtiene la pone en rama de palma, con la que además amarran los bollos, que por segunda vez lleva al fogón por hora y media más.
15 clases de bollo. La niña Sofi asegura que su bollo limpio es de 'exportación' porque lo han comido en Estados Unidos, España, Alemania y Venezuela. 'Las mujeres de ahora son flojas, todo lo quieren listo, más de una me dice: ‘yo no me ganaría la vida pilando y calentándome el cuerpo en un fogón para hacer un bollo’, por eso me preocupa que este legado que viene de nuestros ancestros se vaya a perder', dice.
Los limpios los alterna con el bollo ‘macho’, a los que además de los ingredientes tradicionales, les agrega el jamiche del maíz (residuo que queda del pilao) y sal. Al de batata, que en realidad lo hacen con maíz porque el producto escaseó, le agrega panela, anís en grano y queso; pero del catálogo sucreño hacen parte también los amasijos de plátano, yuca, coco, banano, ajonjolí, arroz, arianao y cafongo.