A este tema del cargue y descargue de productos diversos en aguas marítimas o de río, hay que incorporarle, creemos, una mirada más analítica y serena. Es decir, menos animada por los vientos de la emotividad, que no permiten ver las cosas con claridad.
Recientemente en Barranquilla, decía Augusto García, director de Cormagdalena, en un foro sobre ‘Infraestructura y TLC’, que la controvertida iniciativa, denominada sutilmente como aligeramiento de la carga en el proyecto de Estatuto Aduanero, elaborado por la Dian, es del Gobierno Nacional pero que Cormagdalena ha emergido, por haberse puesto bajo los reflectores del candente debate, como la entidad promotora de la idea.
Pero no es así. La iniciativa, subrayamos, es del Gobierno Nacional. Ahora, por el agitado oleaje que se ha desatado por cuenta de la acción de la alcaldesa, del gremio portuario y de los gremios en general, el presidente Santos estaría contemplando una salida salomónica.
Las cosas, pensamos, hay que ponerlas claramente así: el Gobierno Nacional, en un país donde el poder está completamente centralizado, es el responsable de todas las políticas públicas y, por supuesto, de las atinentes a los temas portuarios. Históricamente, y a causa de su miopía, estos gobiernos nunca vieron el mar, no lo integraron a sus planes de desarrollo, a sus apuestas de crecimiento económico centradas en el ombligo andino. Por eso, Colombia no impulsó sus litorales, no se conectó con el Caribe, y hasta pareció importarle una higa cuando Panamá, activada por una maniobra gringa, declaró su independencia. Y le ha ido mejor así. La historia lo ha demostrado. De lo contrario, hubiese seguido siendo vista –desde Bogotá– como otro lejano y paupérrimo departamento costeño.
Pero como la historia a veces es vengativa, esta terminó pasándoles factura a los centralistas andinos en virtud de los escenarios que surgieron con la economía global, caracterizados por el empoderamiento de las costas en los países de mayor dinámica productiva.
En este nuevo contexto, ciudades como Barranquilla, Cartagena y Santa Marta recobraron su importancia estratégica. Sin embargo, Barranquilla, en particular, tiene que empezar a pensar en grande. Sin duda, hay argumentos para rechazar los ‘micos’ del Estatuto Aduanero, pero la ciudad, autocríticamente, debería admitir también que, sin mayores protestas ante el Gobierno Nacional, aceptó que nos impusieran la actual atomización portuaria expresada en 22 concesiones a lo largo de la ribera del Río Magdalena, la mayoría de las cuales sólo son de papel. Y la tendencia de las grandes ciudades del mundo es llevar sus puertos a aguas profundas y a las afueras de las mismas.
En el caso de Barranquilla, lo más procedente, en consecuencia, sería deponer la pequeñez y avanzar hacia la integración de todas las concesiones. Tienen que ponerse de acuerdo y dejar de razonar y actuar como los campesinos aferrados a sus parcelas y opuestos a las asociaciones virtuosas para mayores escalamientos productivos. Este es un buen momento para dar ese paso. No puede ser que frente a unas decisiones del Gobierno Nacional, que estimamos negativas, reaccionemos con válida energía, y que frente a otras, como el otorgamiento de concesiones portuarias a tutiplén, pasemos de agache por simples y mezquinas conveniencias de unos cuantos particulares. Así no se construye una ciudad seria, competitiva y fuerte. Pensemos en grande. Más aún, podría llegarse a la situación de que no tuviera sentido aferrarse a esas concesiones portuarias si se tiene en cuenta el dato revelador de la contralora general de la República, Sandra Morelli Rico, producto de varias auditorías, en el sentido de que tales concesiones en la Región Caribe han significado para el Estado un detrimento patrimonial del orden de los 250 mil millones de pesos por no realizar las inversiones que les corresponden y por subvaloración de lo que deben pagar.