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Ayer jueves fue radicado en el Congreso el proyecto de ley estatutaria por medio del cual quedaría habilitada la convocatoria de un referendo de los acuerdos derivados de los diálogos de La Habana. El presidente Santos quiere que el legislativo le entregue las herramientas constitucionales para validar, en las elecciones de marzo o mayo, los pactos de paz, dependiendo, desde luego, de que no zozobren, pues de lo contrario se verían favorecidos los pronósticos de quienes le apuestan al fracaso de los diálogos.

Los tiempos, en todo caso, aunque angustiosamente, aún corren a favor de la apuesta presidencial, que en los nidos más furibundos de las redes sociales motejan con adjetivos hirientes y francamente impublicables por razones de sana higiene periodística. De aquí a noviembre sería de esperar que broten señales claras en La Habana y que la retórica, hasta ahora conocida, se vea traducida en una negociación sólida y tangible.

Hay quienes no le quieren creer al Presidente el discurso de que él logró sentar a las Farc en la mesa de conversaciones merced a los golpes dados a la guerrilla por parte de una Fuerza Pública robustecida. Afirman, en un lenguaje repleto de descalificaciones, que Santos lo que ha hecho es entregarse a las Farc y plegarse a sus caprichos de insurgencia delirante.

Tampoco. Cuando uno mira los datos -fríamente- tiene que concluir otra cosa. A Santos, por tanto, no le falta razón cuando sostiene que las Farc están en la mesa de conversaciones porque la dinámica de la confrontación las llevó allá, superadas por una Fuerza Pública que, en los últimos años, creció en efectivos, en recursos, en tecnología, en inteligencia, en capacidad táctica y estratégica, sin negar, por supuesto, que también la guerrilla, en medio de la molienda militar recibida, supo recomponerse, resistir el chaparrón, replegándose en sus madrigueras históricas, sin declararse, porque no lo está, oficialmente derrotada.

Como siempre, su tónica siguió siendo la arrogancia triunfalista, el efectismo para intentar hacerle creer a la sociedad que las Farc son una fuerza indestructible, aunque muchos de sus miembros hayan desertado y aunque varios de sus más representativos comandantes hayan sido abatidos en selváticos y letales operativos de la Fuerza Pública.

Pero ha habido otro factor decisivo en el arrinconamiento político de las Farc: las grandes demostraciones de indignación y rechazo de la ciudadanía contra sus acciones cercenadoras de la libertad, contra su contumaz apego a la práctica del secuestro a civiles inocentes y muchas veces desprovistos de los cuantiosos recursos patrimoniales que les atribuyen sus captores, basados en increíbles reportes de inteligencia guerrillera.

El Presidente, además, no ha sido el único artífice del fortalecimiento de la Fuerza Pública. Aquí hay que sumar los esfuerzos sostenidos y estratégicos de varios gobiernos, desde el de Andrés Pastrana hasta el de Juan Manuel Santos, pasando por los de Álvaro Uribe Vélez, para quien la seguridad del Estado y la vigorización de sus estructuras armadas fue la base de su discurso y de toda su acción de gobierno en ocho años.

Las cifras lo dicen con mayor elocuencia: Colombia, entre 2006 y 2010, fue el segundo país de Unasur, después de Brasil, que más invirtió en Defensa. Se estima que de los 126 mil millones de dólares que gastaron en defensa los 12 países de Unasur, Colombia concurrió con un 17 %, sólo superada por Brasil con un 43.7 %. Y este año, según las proyecciones del presupuesto nacional de 2013, la Fuerza Pública completa los 466 mil efectivos entre soldados y policías y gastará 10.5 billones de pesos.

Ahora, las Farc, en octubre del año pasado, en el abrebocas de los diálogos en Oslo, Noruega, pidieron, en uno de sus clásicos aspavientos mediáticos, que el país redujera el tamaño de la Fuerza Pública. Lo que sí debería ocurrir, si la paz se hace por las partes y se refrenda por el pueblo colombiano, es que en la era del postconflicto disminuyan ostensiblemente las exigencias del país en materia de defensa, escenario en el cual cabría replantear el presupuesto militar del país, orientando parte de esos recursos a la justicia social por la que las mismas Farc claman a cada rato en su machacona propaganda política.