Como el Marqués de Urrego y Conde de Aragón se presentó a mi oficina un hombre de mirada triste y melancólica; de mediana edad, lento en el andar, vestido con saco cruzado y pantalón de dril que alguna vez fue blanco, pero ya amarillento; camisa de cuello con corbata luida de tanto anudarla, y zapatos negros que nunca olieron betún. Aunque su aspecto no era propiamente el de un noble español, lo recibí, pues venía recomendado por mi amigo Alberto Gieseken R., quien me pedía que atendiera a tan interesante personaje.
Pronto, el ‘noble español’ sacó de uno de los enormes bolsillos de su saco una hoja de cuaderno rayado, con un escrito en el cual “daba fe” de mi supuesta descendencia de la nobleza italiana de la Calabria. En vano traté de convencerlo de que estaba en un error, que yo de nobleza nada, ni mucho menos, pues era un simple ciudadano colombiano, del común y corriente, sencillo y hasta “tirando a corroncho”. En vista de que seguía insistiendo, y para no herir susceptibilidades, le recibí el honorario ‘título’, no sin antes cancelarle la suma de cinco pesos, que me cobró por su gestión. Luego me enteré de que el pobre hombre tenía la fijación de pertenecer a la nobleza y otorgaba títulos solo existentes en su imaginación. No sé cómo había llegado a EL HERALDO, a la oficina de mi amigo, a quien visitaba casi a diario, instalándosele a hablarle de nobleza, y él, persona en extremo educada y paciente, no sabiendo cómo deshacerse del marqués, me lo remitió. Yo también se lo endosé a otro amigo y así siguió la cadena; por eso hoy tengo entre mis mejores amigos a muchos marqueses, condes y barones virtuales.
Por Antonio Celia C.
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