
Impresionante realidad
No es fácil para el colombiano pensante asimilar a través de los años la sangrienta lucha que el país ha vivido con diferentes denominaciones y una cruda realidad: guerrilla, paramilitares, terrorismo, bacrim, como quiera llamarse, con un resultado aterrador: cerca de 220.000 personas asesinadas en un lapso de treinta años, cobijados y auspiciados los crímenes con ese nefasto tutelaje del narcotráfico, que penetró lo más profundo del tejido social hasta convertirnos en un país corrupto.
Episodios como las grandes masacres que –según el último documento publicado por altas autoridades de estadísticas– acorralaron a un impresionante número de pobladores civiles indefensos o la bomba en un avión de Avianca o el asesinato de una decena de candidatos a la Presidencia de la República o el registro de los miles de desaparecidos, o quizás lo más aterrador, tantos niños huérfanos que deambulan hoy como fantasmas por el país, todo ello sobrecoge el corazón, aumenta la angustia al ver la inoperatividad de un estado enfermo, débil, insuficiente, con unas Fuerzas Armadas inefectivas que no pudieron, a través de los años, vencer la criminalidad. Y que solo a partir del enorme esfuerzo que hizo primero Andrés Pastrana y después Álvaro Uribe para capacitar, reforzar y modernizar las Fuerzas Armadas y sobre todo internacionalizar el conflicto, pudo sí salir a enfrentar al enemigo monstruoso y poco a poco vencerlo, reducirlo y acorralarlo. El gobierno, hoy día, va ganado la guerra.
Horacio Brieva, nuestro amigo y vecino de columna, hizo un diagnóstico brillante, porque es un magnífico analista, sobre estos años de terror y su impacto en la psicología del país. A lo que nosotros agregaríamos que así es aún más inexplicable que podamos ostentar el título de uno de los países más felices del mundo, cuando hemos padecido en nuestra propia sangre quizás lo que no ha sufrido ningún otro país en América Latina. Aun cuando lamentablemente México parece sumirse ahora en esa época terrible que antes vivimos nosotros y que afortunadamente empieza a desaparecer, pero como bien lo dijo en su momento César Gaviria, siempre mirando al futuro, “tenemos que prepararnos porque sacarnos este estigma de encima será cuestión de dos o tres generaciones”.
Hasta dónde se hundió Colombia y cómo pudimos resistirlo es la gran pregunta del siglo. Creemos francamente que 2500 secuestros fueron una cifra escalofriante para la resistencia y la tolerancia humana. Que cinco mil desapariciones en tantos años no es otra cosa distinta a la encrucijada de la maldad humana con una ausencia absoluta de valores morales. Que vivir el día a día con el collar bomba colgado en nuestra nuca no deja de ser el paradigma infame de una podredumbre social que enterró sus raíces hasta la médula psicológica de una sociedad que terminó por aceptarlo todo, por adaptarse, por morir en vida. Hasta las más grandes catástrofes traen cansancio.
Por eso sorprende que en La Habana, quienes han sido protagonistas principales de estos años de terror pretendan, con una frescura que encumbró el cinismo, proponerle al país que olvide, que pase la página, que los acepte, que les entregue lo que sus manos sucias de sangre no supieron conquistar para beneficios de su inicial romanticismo. Por eso hay que rodear al presidente Santos porque el gobierno se juega la última oportunidad de entregarle al país la paz. Si no, se consigue es la guerra y tendremos otros cincuenta años de horror. Pero, por favor, alto gobierno: el país entero clama, suplica tajante, ¡cero impunidad!
Por Álvaro De la Espriella Arango
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