
¿El otro Libertador?
Dicen que entre todos los que se dedicaron a estudiar la vida del Libertador Simón Bolívar, Hugo Chávez era el que más devoción profesaba.
Había que ver el fervor de su contemplación cuando visitaba la habitación de la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, donde el general Montilla, al pronunciar la célebre sentencia lapidaria, lo asoció con el sol de Colombia.
En las cuatro o cinco ocasiones en que estuvo allí, algunas, inclusive, antes de ser Presidente, se quedaba horas enteras, solo, en silencio, como transportándose a aquel 17 de diciembre de 1830.
Los empleados, que ya conocían el ritual, tenían instrucciones de no molestar.
A lo lejos lo veían leer las cartas, extasiarse con la ropa que vistió su líder y mirar la réplica de la espada que se conserva en una pared.
Por lo que cuentan los trabajadores, debía imaginarse a Bolívar tosiendo y desvariando en la pequeña cama que emula su lecho, pues se sentaba a un costado, en el mismo sitio que debía ocupar el médico Reverend, y reclinaba el mentón sobre las dos manos entrecruzadas.
De vez en cuando miraba el reloj de péndulo que se quedó estacionado, para siempre, en la una y 7 minutos de la tarde, y anotaba cosas en una pequeña libreta que sacaba del bolsillo de la camisa.
De ahí se levantaba únicamente a caminar por el patio interno, como lo hacía el propio Bolívar, y se detenía frente al carruaje de Joaquín de Mier en que fue transportado desde Santa Marta, para seguir probablemente su retrospectiva.
Luego divisaba los dos árboles de mango en que Bolívar colgó la hamaca para confiarle su agonía, cuando sus pulmones ya no podían con los tablones del camastro. Y se despedía cariñosamente de sus anfitriones.
De ahí salió probablemente su tesis sobre el eventual envenenamiento del Libertador, que llevó a muchos críticos a confirmar su delirio.
Porque Chávez –también decían– estaba loco. Él no se inmutaba por la única razón que tranquilizaba su arrogancia: de Bolívar también lo afirmaron.
La aristocrática sociedad bogotana, que aún no se libraba de los aires imperiales de la madre patria, no compartía sus métodos ni sus talantes personales, así, en el fondo, todos coincidieran en la ilusión de libertad. A pesar de haber liberado a cinco naciones con su espada, Bolívar fue despedido de la “tierra de infieles” con las burlas de multitudes que le gritaban a su paso: “longaniza”.
Uno puede no estar de acuerdo con los métodos o talantes de Chávez, como evidentemente no lo está la reducida oligarquía venezolana, que antes del llamado Socialismo del siglo XXI concentraba la riqueza de ese país mientras el 78% de la población se confinaba a la pobreza y la miseria. Es más: el chavismo tendrá que hacer enmiendas para que la ciudadanía a la que sirve no se siga volviendo, como parece, una sociedad en extremo dependiente.
Pero la idea de robustecer al Estado frente a las crecientes condiciones sociales de sus conciudadanos y reivindicar a América Latina como un solo pueblo soberano ante la tradicional hegemonía política y económica de los estados fuertes, es, sin lugar a dudas, un discurso libertario. Ahora, si Chávez fue un paladín igual o mejor que Bolívar, solo la historia lo dirá.
Por Alberto Martínez M.
amartinez@uninorte.edu.co
@AlbertoMtinezM
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