Había un país sostenido por lo ilícito. No era que faltaran leyes, ni que el sistema político no estuviera basado en principios que más o menos todos decían compartir. Pero este sistema, articulado alrededor de muchos centros de poder, necesitaba desmesurados recursos financieros (porque cuando uno se acostumbra a disponer de mucha plata ya no es capaz de concebir la vida de otra manera) y tantos medios se podían obtener tan solo ilícitamente, es decir pidiéndoselos a quienes los tenían a cambio de favores ilícitos. Más aún, el que podía dar plata a cambio de favores, en general ya había conseguido esa plata mediante otros favores previos. Aunque se financiaran por estas vías ilícitas, los centros de poder no eran siquiera rozados por sentimientos de culpa, ya que para la moral interna todo lo que se hacía por el interés del grupo era lícito. Más aún, benéfico, porque cada uno identificaba el propio poder con el bien común. En toda transacción ilícita a favor de entidades colectivas era usual que una porción quedara en manos de particulares, como merecida recompensa por las indispensables diligencias realizadas.
Una que otra vez un tribunal decidía aplicar la ley. En estos casos la sensación prevalente, en lugar de la satisfacción por el triunfo de la justicia, era la sospecha de que se trataba de un ajuste de cuentas entre centros de poder. Por esto se hacía difícil establecer si las leyes se podían usar solamente como armas en las batallas internas entre distintos intereses, o bien si los tribunales, para legitimar sus tareas institucionales, estaban obligados a demostrar que ellos también eran centros de poder con intereses ilegítimos como todos los otros.
Naturalmente una situación así era propicia para las bandas de delincuentes de tipo tradicional, que, con los secuestros, asaltos a bancos y hasta el simple raponazo, se insertaban en el carrusel de los billones. Así, todas las formas de lo ilícito se aglomeraban en un sistema en el que muchísimas personas podían hallar su propio provecho sin perder la ventaja moral de sentirse con la conciencia tranquila. Los habitantes de aquel país podían declararse, pues, unánimemente felices, de no ser por una categoría de ciudadanos a los que no se sabía bien qué papel atribuir: los honrados. Su cabeza funcionaba según esos anticuados mecanismos que relacionaban la ganancia con el trabajo y la estima con el mérito. En aquel país de gentes con la conciencia tranquila ellos eran los únicos que vivían preocupados preguntándose lo que deberían haber hecho. ¿Tenían que resignarse a la extinción? No, el consuelo de ellos consistía en pensar que, del mismo modo como al margen de todas las sociedades, se había perpetuado durante milenios una antisociedad de delincuentes, que nunca antes había pretendido convertirse en la sociedad, sino sobrevivir al margen de la sociedad dominante y afirmar su manera de existir en contravía de los principios consagrados, así también en este país la antisociedad de los honrados tal vez sería capaz de sobrevivir por siglos al margen de los hábitos corrientes, sin otra pretensión que la de sentirse distintos del resto.
(*) Fábula de Ítalo Calvino, escritor italiano fallecido en 1985, traducida por Héctor Abad; abreviada y editada para esta columna por limitación de espacio. Cualquier parecido con nuestra realidad es pura coincidencia.
Por Ricardo Plata Cepeda
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