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A raíz del reportaje publicado el domingo, recibí un par de correos quejándose de mi ortografía por haber escrito María Barilla con b y no con v, como muchos suponen que es lo correcto. Aclaro lo siguiente: fueron muchos los textos que leí y las voces que busqué para documentarme hasta llegar a un concepto propio sobre el declive del porro, uno de los géneros musicales más importantes del país. Entre ellos, por supuesto, no faltaron ensayos y biografías sobre esta gran bailadora de fandangos, símbolo de las sabanas cordobesas. En varios de ellos su apellido aparece con v, porque –así lo justifican– “era delgadita y bailaba con su cuerpo erguido como una varilla”.

Al escribir el artículo, anoté el apellido con b al dejarme guiar, entre otros relatos, por lo que me contó vía celular, desde Chochó, Sucre, el historiador Lelis Movilla Bello sobre esta heroína regional: “fue la hija única de Evangelina Tapias, quien la bautizó como María de los Ángeles Tapias. Adoptó su famoso apellido de su primer marido, un vaquero de nombre Perico Barilla, con quien vivió en la calle 35 entre carreras 1 y 2, en Montería, y quien la abandonó luego de que ella abortara accidentalmente. Luego se enmozó con un machetero de Cereté llamado Antonio Fuentes, con quien tuvo un hijo en 1912”.

Según Movilla, su fama se debe a su solidaridad para con los enfermos, al porro que pedía que le tocaran cuando llegaba a un fandango –el cual se convirtió con el tiempo en el himno folclórico de Córdoba– y, en especial, a su enorme talento para el baile. “Tenía el don de enloquecer a los hombres con ese no sé qué en las caderas” –me dijo Movilla–, esa mezcla de ritmo, porte y coquetería, que genera morbo sexual y toda suerte de placeres contrariados.

En “Historia doble de la costa”, el investigador barranquillero Orlando Fals Borda la presenta, además de trabajadora doméstica y enfermera, como una mujer con un rol social protagónico. Incluso hay quienes van más allá, afirmando que Barilla hacía parte del grupo del italiano Vicente Ádamo y de la campesina Juana Julia Guzmán, fundadores a principios de siglo pasado de la Sociedad de Obreras Redención de la Mujer, la cual luchaba en Montería por la reivindicación de la emancipación de la mujer, así como por los derechos de los campesinos y de los indígenas (actualmente hay un colectivo de “mujeres feministas construyendo poder popular” que homenajea el nombre de Guzmán).

Todo esto, por supuesto, contribuye a nutrir un mito del que, igual que ocurre con Francisco el hombre, cada quien cree en su propia versión. ¿Quién fue realmente esta bailadora de quien incluso algunos sostienen que se batió en franco duelo fandanguero con la sucreña Hipólita Bertel?

De esta Pola Becté, como dirían los sabaneros, se sabe que de niña fue propiedad de un cabaré y de adulta se hizo cantinera -que es un eufemismo para evitar decir puta o meretriz-, en un establecimiento de amores compartidos en la calle Cruz de Colorado, en Sincelejo. El maestro lorano Pablito Flórez alguna vez se quejó porque, mientras Sucre recuerda la memoria de la Becté con un monumento, Córdoba no hace lo mismo con María Barilla.

En ambos casos, llama la atención que, en una región tan machista y conservadora, ávida de toros y de vaquería, se arraigue tan fuertemente una mitología cultural en cabeza de mujeres revolucionarias en cuanto a liberadas, divertidas e, incluso, libertinas.

Y, ¡qué viva el porro, carajo! Especialmente este fin de semana, cuando San Pelayo celebra su 37 Festival Nacional.

Por Alonso Sánchez Baute
@sanchezbaute