El reciente paro cafetero sacudió al país, no solamente por las implicaciones económicas que este conflicto representó sino por ser la cafetera, tradicionalmente, la actividad empresarial agrícola emblemática de Colombia.
Debemos recordar que hasta hace veinte años el café, por décadas, quizás a través de toda nuestra historia, representó nuestro producto insignia, el mayor volumen de exportaciones y la bebida preferida de los colombianos en todas las ocasiones.
De la noche a la mañana, ya lo sabemos, el mismo suelo a través de los minerales riquísimos que alberga nos dio otras alternativas que nos colocaron en las ligas mayores de la producción mundial, subieron la balanza de pagos, acrecentaron nuestras arcas, equilibraron la economía, sobre todo produciendo excedentes de tesorería.
Pero el café se quedó rezagado. Sometido a cuotas internacionales, a precios que juegan mucho con las leyes de oferta y demanda ante competidores menores en cantidad y en calidad, pero con ofertas atractivas; nuestro café paso a ser un buen producto interno pero con índices de exportación de segundo grado.
Los productores obviamente se resintieron y el subsidio del Estado vino a convertirse en paliativo, por cierto justo y equitativo para quinientas mil familias que viven de su cosecha. Estos cultivadores del grano empezaron a tener un tránsito doloroso que fue mermando su trabajo, sus ingresos.
Por esto el , si bien es discutible como medio de protesta para un sector altamente atendido y subsidiado, fue justificado y la protesta implícita representó una ilusión altruista: la de todo cultivador que quiere sostenerse con su propia tierra.
Lo que estuvo mal es la violencia y el taponamiento de vías. Ya Colombia y sus caminos y sus ciudades han adoptado la antipática postura de bloquear vías y quemar tractomulas por cualquier pretexto. El colombiano no ha podido arrancarse de su alma ese lastre de violencia que lleva implícito en su vida, que lo hace mezclar permanentemente el reclamo de sus derechos civiles con la incursión en las infracciones y delitos. Es una simbiosis extraña, exótica, ancestral, porque cree que con la expresión machista, la soberbia, la desobediencia, el enfrentamiento, si no las armas y el puñal, lo resuelve todo.
Tenemos ahora que preguntarnos todos los ciudadanos si acaso no es justo que al subir los subsidios estatales a los cafeteros, que consideramos merecidos, no habría que pensar también en subsidios a otros renglones del agro que viven golpeados por los precios internos y los internacionales, que deambulan por Bogotá, de ministerio en ministerio, mendigando el apoyo, la ayuda, el impulso, posiblemente la comprensión o el favor político para no naufragar en sus
esfuerzos.
Porque no podemos desconocer que inclusive en la historia reciente, algodoneros, bananeros, cultivadores de flores, cacao, tubérculos y decenas de productos más sucumbieron ante la competencia extranjera por falta de apoyo gubernamental, por ausencia de una política de Estado verdaderamente auxiliadora que apenas en este gobierno empieza a tener una directriz sólida. Cultivadores de palma, por ejemplo, o de sorgo, o de arroz, o de maíz, ¿pueden soñar acaso para sostener sus cultivos? ¿Por qué a los cafeteros sí y a nosotros no?, se preguntan, ¿y cuál respuesta se les puede dar?
Por Álvaro De la Espriella Arango