La semana pasada un excandidato a la Gobernación del Cesar comentaba en una entrevista radial su malestar frente a lo que denominaba las perversidades de nuestro sistema electoral que impone, en la práctica, serias restricciones de acceso a los cargos de elección popular por sus altos costos. (Escuchar entrevista http://www.radioguatapuri.com/index.php?option=com_k2&view=item&id=9794:el-pol%C3%ADtico-basilio-padilla-habló-sobre-su-candidatura-a-la-cámara-de-representantes&Itemid=221).
El otrora candidato, médico de profesión, formado en los Estados Unidos, y con buena reputación en el ámbito local, manifestaba alarmado su desazón ante los costos elevadísimos de las campañas políticas. No le falta razón. Es inconcebible que una candidatura a la Gobernación de un departamento como el Cesar (con cerca de un millón de habitantes) cueste, según cálculos del exaspirante, entre $20 y $30 mil millones. Algo similar puede decirse de pequeños municipios mineros como Barrancas, en La Guajira, (con 30 mil habitantes), o La Jagua de Ibirico, en el Cesar (con 23 mil moradores), cuyas elecciones a alcalde suelen ser enconadas luchas de poder, cuyo costo supera, respectivamente, los $3 mil y $4 mil millones, ‘inversión’ que no guarda proporción con el futuro salario del burgomaestre.
¿Por qué son tan costosas las campañas? Parte de la respuesta estriba en lo que los políticos llaman ‘aceitar’ la maquinaria, esto es, en la movilización de todo el andamiaje requerido para poner en marcha una candidatura con alguna opción de éxito. Sin ser exhaustivo, ello implica, entre muchos factores, contratar publicistas y asesores de imagen, pautar en medios, poner vallas publicitarias, repartir camisetas, gorras y cuanto artificio del marketing político se inventen para posicionar la imagen del candidato y generar recordación de su nombre y de su número. También incluye vincular y ‘fidelizar’ (por no decir ‘comprar’) a líderes de barrios y juntas de acción comunal, y a candidatos a corporaciones, transporte, contratar conjuntos musicales y un infinito etcétera de gastos ruinosos. Y, claro, en el día de las elecciones, ni hablar de la compra de votos, práctica nefasta que sigue siendo determinante para inclinar la balanza en una contienda electoral.
Si lo anterior ya nos puede dar una imagen mental de cuán costoso puede resultar participar en política, el chorro del gasto no para allí. En efecto, el sistema tiene otra falla estructural en la medida en que a los candidatos a cargos unipersonales (alcaldes y gobernadores) les toca cargar a cuestas con parte de los costos de las campañas de los aspirantes a las corporaciones. Así, quien aspira a la Alcaldía, debe ‘financiar’ parte de las campañas a ediles y a concejales. En la cúspide de una pirámide invertida, quien aspira a Gobernación, le corresponde soportar el mayor peso financiero, pues tiene, a su vez, que costear, además de sus propios gastos, parte de los de los candidatos a alcaldías, Asamblea, concejos y ediles.
Ante este panorama del sistema electoral colombiano, la economía de la política se constituye en un verdadero talón de Aquiles para la democracia, pues impone, de hecho, una imposibilidad fáctica para competir en igualdad de condiciones entre candidatos con grandes asimetrías financieras. En otras palabras, se puede estar consolidando un modelo plutocrático en la política colombiana, pues, aunque en teoría todo ciudadano tiene derecho a aspirar, en la práctica solo los ricos y poderosos tienen opciones reales de triunfo. El gran peligro que muchos parecen obviar es que por la vía democrática le hemos abierto la puerta, de par en par, al ingreso de capitales non sanctos vinculados a tenebrosas organizaciones criminales que capturan al Estado. Es el aguijón envenenado del escorpión que se clava sobre sí mismo.
Por Andrés Molina Araújo
aamolina5@hotmail.com