Diversas lecturas e interpretaciones pueden extraerse de los múltiples casos que se han dado en la ciudad y la Región en que la turba enardecida recurre al linchamiento de personas que han sido sorprendidos in fraganti en plenos actos delincuenciales o atentatorios contra la moral.
Por un lado, se trata de una manifestación masiva de la rabia y del repudio hasta el hartazgo que siente la comunidad por la inseguridad y la proliferación de tantos casos delictivos ocurridos en sus propias narices. En otras palabras, se trata de una reacción espontánea e impulsiva que surge de la desesperación e impotencia de ser presa de cualquier tipo de delincuencia sin que se vea presencia de autoridades alrededor.
Recién en mayo, los habitantes de un barrio de Barranquilla agredieron con piedras y armas corto-punzantes hasta acabar con la vida de un presunto sicario. Hace pocos días, un ladronzuelo a duras penas se salvó de la furia de unos taxistas que se unieron para hacer justicia por sus propias manos al ver a uno de sus colegas ser víctima del juvenil maleante. Así como esos casos, en los últimos meses en nuestro país se han desatado reacciones masivas de linchamientos contra abusadores sexuales y otras conductas antisociales.
Aunque este fenómeno social no solo se ha presentado en nuestra actualidad y en nuestro medio, históricamente desde antes de Cristo ya se presentaban situaciones similares. No obstante, el término linchamiento como tal surgió en el siglo XVIII, tomando como base el apellido del juez Charles Lynch, de Virginia (EU), quien ordenó la ejecución de una banda, sin juicio previo. Igual ejemplo se vio en la España del siglo XVII cuando Lope de Vega trató el tema en Fuenteovejuna. “¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, señor”. Para luego rematar: “¿Quién mató a los sicarios? El pueblo, señor fiscal”.
Es obvio que esta tumultuosa expresión de violencia a su vez es una clara señal de gran parte de nuestra sociedad motivada por la falta de credibilidad en las penas y castigos que el sistema judicial les aplica a los delincuentes, los cuales, según incontables testimonios, arriesgadamente la Policía aprehende, pero a los pocos días u horas el forajido otra vez está delinquiendo en las calles de la ciudad.
De todas formas, no se puede actuar criminalmente en aras de combatir el crimen. Aunque el linchamiento no esté debidamente tipificado en el ámbito legal o penal, lo cual hace difícil castigar a los incitadores y a los autores materiales, es a todas luces injustificable este accionar colectivo que se ampara en el falso concepto de tomar justicia por la propia mano.
A la luz de que la fuerza del lobo está en la manada, no podemos congratular ni estimular a que las personas de bien aprovechen el anonimato que da la turba para que, bajo su propio riesgo, enfrenten la inclemente la ola de inseguridad que nos afecta, o las perversiones sexuales y morales de nuestros compatriotas. Recordemos que precisamente de esa práctica de tomar la justicia con las propias manos fue que surgieron los movimientos de autodefensa y paramilitarismo, cuyas terribles repercusiones aún estamos padeciendo hoy en día en nuestro país.
Si avalamos este fenómeno como una conducta socialmente permitida, estaremos justificando también que se den estas agresiones masivas, ya sea por motivos raciales o de diferencias en creencias políticas o religiosas, tal cual ha ocurrido en otras geografías.
El crimen organizado, la delincuencia común y los comportamientos amorales deben ser combatidos por las autoridades policivas y judiciales, con la valiosa colaboración de la comunidad. Para eso existen esas instituciones en nuestra sociedad.
Pero también es cierto que dichas autoridades deben incrementar sus acciones para que sean aún más eficaces en su cometido de combatir el problema delincuencial. Ellas no deben hacerse las sordas ante estas manifestaciones de violencia cada vez más frecuentes en nuestra sociedad latinoamericana. En México y Guatemala están alarmados por el significativo incremento en los últimos años de estos comportamientos sociales. Entre otras acciones, habría que mirar las estrategias utilizadas para combatir en otros lares este hecho que surge de la espontaneidad social por contrarrestar el quebrantamiento de las leyes y los principios morales de convivencia.
Igualmente proponemos que las autoridades civiles y las instituciones públicas educativas y sociales diseñen programas pedagógicos e integren una red de prevención de linchamientos en los que se impartan talleres para sensibilizar a la población sobre estos hechos y el manejo de estas situaciones sin el uso de la agresividad.