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Desesperanza, dolor, tristeza, son adjetivos que se quedan cortos para describir la tragedia que viven los habitantes de Santa Lucía y demás poblaciones del Sur del Atlántico. Donde la vista alcance, se ve desolación: madres llorando, abuelas aferradas a la fe que le profesan a una vieja virgen de yeso y niños cargando sus colchones. Agua por todos lados.

En Santa Lucía pareciera que no les queda más remedio que rogarle a su patrona. Según dicen sus habitantes desde que inició la emergencia no han visto ni la sombra del alcalde Oswaldo Santana. De las maquinarias que prometió el gobernador
Eduardo Verano De la Rosa solo han llegado dos gigantescas retroexcavadoras. A las 11 de la mañana una estaba varada porque le faltaba un tornillo de 10 centímetros, la otra parada porque ante el enorme ‘chorro’ su pala quedaba minúscula. Ni que decir de las tan renombradas rocas que frenarían la fuerte corriente pero que en realidad fueron arrastradas como débiles barcos de papel.

Mientras tanto, como en tiempos del paramilitarismo en que poblaciones enteras huían en otras regiones del país, la gente busca desesperada la forma de salir de un pueblo en el que hace dos días no hay luz ni agua, en el que el único médico del puesto de salud salió corriendo y en donde las velas ya no valen $500 sino $1.000, los pañales pasaron de $700 a $1.400 y en el que las malas lenguas dicen que en unos días ya no habrá gas para cocinar los pocos productos que quedan.

De toda esta situación los más afectados son los menores, esos mismos que ya empiezan a presentar brotes en la piel y que desde ayer no tienen cancha de fútbol donde jugar.

“Me toca arrimarme en la casa de un familiar en el barrio Carrizal de Barranquilla. Acá ya no puedo vivir con mis hijos”, responde Antonia Orozco a la pregunta de para dónde va con sus tres niños, una caja de cartón amarrada con pita y un viejo televisor a blanco y negro. Las tres gallinas y las matas de yuca que sembró en el patio de su casa se quedan, por ahora, a cargo de un cuñado.

Pero salir de esta población no es fácil, no sólo por el sentimiento de dejar atrás lo que es de uno. Ante la caída de más de 200 metros de vía en la vereda de San Barreto la única forma de movilizarse es en viejas chalupas adecuadas con motores que a todo momento amenazan con hundirse por la fuerza de la corriente.

La ayuda Caribe es para ya. Solís Tano ha escuchado que el Gobernador del Atlántico y otros funcionarios se han reunido varias veces para tratar de evitar que la emergencia empeore, pero también sabe que si, como dicen, los trabajos se demoran cinco días no habrá nada que salvar.

“Yo hice un préstamo en el banco para que las 15 hectáreas que tenía fueran productivas, pero ahora el agua las arrasó. Quedé sin con qué comer y debiendo plata, por eso le pido al señor Gobernador que por favor nos ayude”, clamaba Tano con la voz entrecortada.

Pero no todos los damnificados hablan con la calma del agricultor. Margarita Villa, visiblemente afectada, gritaba que “el Gobernador se había olvidado de ellos”.

“El Gobernador dijo que las maquinarias vienen y ¿dónde están? Todavía las estamos esperando. Vamos a perder lo poquito que tenemos... El Atlántico lo llevó al puesto en el que está”, gritaba la mujer en voz alta ante la presencia de EL HERALDO, único medio que ha llegado a Santa Lucía en plena emergencia.

Ante este tipo de alteraciones, que han terminado con mujeres desmayadas, Betty Echeverría, presidenta de la Asamblea del Atlántico, pidió desde el municipio que se realicen brigadas de salud que incluyan la parte mental.

“Es necesario que la ayuda sea inmediata. Debemos activar un plan de choque de forma urgente. Si esperamos podría ser demasiado tarde”, recomendó la diputada, quien hasta las 11 de la mañana de ayer era la única autoridad del departamento que había hecho presencia en el municipio.

Por: Pedro Plata Acevedo


Corriente arrastró a Davis en Manatí

Ocho de la noche. Las aguas del río Magdalena aún no han llegado al casco urbano de Manatí, pero su población está inundada de pánico. Las corrientes se acercan. Ya han sumergido fincas de la zona rural, ahogando cultivos, perros, vacas y gallinas; de paso, arrastrando el cuerpo de un joven de 23 años.

Se llama Davis Ávila Rizo, nombre que se ha propagado de boca en boca entre los habitantes. Van huyendo hacia albergues en tierras altas, cargando escaparates, televisores, tanques con ropa, chivos amarrados y todo lo que cabe en carretillas; contándose unos a otros la historia de la desaparición de Davis, como encarnación de la amenaza latente.

Davis salió desde las 6 de la mañana con su papá, Rigoberto Ávila, a arrear el ganado que estaba quedando aislado por el agua en su rancho, a un lado de la carretera que de Manatí conduce a Campo de la Cruz. Iba en una yegua por un costado de la vía, cuando un torrente marrón se lo tragó. Su papá corrió a auxiliarlo, pero el agua solo escupió a la potranca vacía.

Mario Zárate lleva todo el día ayudando a la búsqueda de Davis, su vecino en la calle 6 con carrera 4A. Es él quien relata con mayores detalles su desaparición, transcurrida cerca de las 7 de la mañana en el sector de Morales, próximo a un caño que es conocido con el desafortunado nombre de Fosa.

Aunque guarda la ilusión de que Davis siga vivo, arrastrado a kilómetros por el agua, reclama la ayuda de buzos y lanchas. Teme que su cuerpo esté hundido, enredado en alguna cerca de las fincas de la zona.

Davis es el tercero de cuatro hermanos. Alcanzó a estudiar hasta octavo de bachillerato, luego se dedicó a trabajar con su papá en la ganadería. Antes de perderse entre las olas desbordadas del Magdalena, había alcanzado a sacar del rancho a algunas vacas. Su papá y su hermano mayor, también llamado Rigoberto, han registrado toda la zona con ayuda de la Policía del municipio, esperanzados en que esas cuantas reses no le hayan costado la vida.

Mientras, Mario espera con el celular en mano que llegue una llamada a negar sus miedos. Una mudanza masiva pasa por su lado; miles y miles de habitantes de Manatí, haciendo cuanto pueden para no hundirse en la tragedia.

Por: Iván Bernal Marín

Fotos de Jhonny Olivares
El rostro que predomina en Santa Lucía es el de la preocupación. Saben que se deben ir, pero muchos no saben adónde.
Ayer el boquete en la vía medía aproximadamente 200 metros.
Mientras los habitantes se van, las vacas son arriadas al pueblo para alejarlas de los lagos, otrora verdes potreros.
El colegio de bachillerato de Santa Lucía está inundado.
Con sus hijos en una mano y sus pocas pertenencias en la otra, los afectados emprendieron el éxodo.