Era tanto el sufrimiento que padecía Laureano Meza Quintero, un hombre criado en el campo, a punta de yuca y suero en El Copey (Cesar), que un día quiso dar la batalla por perdida frente al coronavirus.
Estaba demasiado desgastado y, en medio de aquellos arrebatos, se retiraba los esparadrapos y las cánulas nasales (lo que le proporcionaba oxígeno) producto de la desesperación de ver cómo sus días se basaban en estar postrado en una cama de hospital en donde solo escuchaba partes médicos pesimistas. Les explicó a sus familiares que estaba muy agotado. No quería luchar más y rogó al quinto de sus nueve hijos, quien por voluntad propia decidió hospitalizarse en Barranquilla junto a él, 'que lo dejara ir', una solicitud que destrozó el corazón a sus seres queridos.
Laureano aceptó a la muerte –al menos de boca para afuera– para que sus pulmones pudieran descansar de los efectos del mortal ‘bicho’, pero tras unas semanas críticas, de pronósticos reservados y malos augurios, rompió todos los paradigmas que acababan con su fe y decidió alimentar la esperanza de volver a caminar y ser el tipo bonachón del pueblo aferrándose a sus principales motivaciones: su numerosa familia, los placeres de gozarse una parranda vallenata, levantarse temprano para ordeñar sus vacas y cumplir con las obligaciones diarias que hay en una finca.
Su lucha no era fácil. Por más que le pusiera empeño y fe a su causa, pocas eran las personas que creían que Meza Quintero podía salir victorioso. El hombre, de 86 años, estaba en el rango de edad en el que las personas tienen menores expectativas de vida en caso de dar positivo de la Covid-19 en el mundo. Solo en Barranquilla, según cifras entregadas por la Alcaldía Distrital, 360 personas entre 80 y 89 años han muerto a causa de esta enfermedad, una cifra que ocupa el tercer lugar de la tabla de letalidad (1.778) en capital de Atlántico a corte del 12 de diciembre.